Por: Laura Hintze
Marta Díaz se levanta todos los días “re temprano, como a las seis y media, siete”, y se toma unos mates dulces. “Las 24 horas tomo mate, por eso estoy re gorda”, explicó. Por la tarde, después de dormir la siesta, limpia algunas oficinas, y a eso de las seis se encuentra con unas compañeras, con las únicas que se lleva bien. Marta tiene 48 años y hace doce y siete meses que su casa es el Penal Nº 5, la Cárcel de Mujeres. También escribe: ya lleva dos libros de poesía editados, desde la cárcel, y por eso ha recibido premios en Buenos Aires. Además, su segunda obra, Lejanía necesaria, fue declarada de Interés Cultural por la Cámara de Diputados de Santa Fe.
“Antes de empezar los talleres, escribía en el pasillo, a la madrugada. Tenía el mp3, escuchaba música, y escribía. Estoy llena de cuadernos, tengo más cajas de cuadernos que ropa en el ropero”, hace saber. Hace seis años, Marta se acercó al taller literario que daba Susana Valenti en el Penal Nº 3 de Rosario. Pero sólo estuvo un año allí, porque después empezó a trabajar con el escritor rosarino Fabricio Simeoni en el taller Los lanzallamas, en la Biblioteca Popular Gastón Gori. Ya con eso alcanzaba para ser un ejemplo: había conseguido que, cumpliendo cadena perpetua, la dejaran ir todos los sábados a la biblioteca, a escribir. Pero no iba a llegar hasta ahí, porque la mujer que no sabía ni leer ni escribir, que no terminó la primaria y tampoco sabía lo que era estar en una comisaría, ya está preparando su tercer libro: Vivir desde adentro.
Poeta que no le atrae leer ni estudiar
A Marta se la espera en un cuartito de la cárcel de la zona norte. Llegó un poco tarde a la cita con El Ciudadano. “Justo estaba haciendo un bizcochuelo, así que dije que «bueno, que esperen diez o quince minutitos»”, se disculpó. Más tarde contará que le encanta cocinar, que le prepara tortas y pizzas a todo el mundo, que a veces cuando está amasando se le ocurre algo, por eso lleva siempre una lapicera y un cuaderno encima. Habla tanto de las palabras que es inevitable preguntarle qué le gusta leer. Y es asombroso: no lee, no le gusta leer, y se queja porque siempre le regalan libros. Tampoco le gusta estudiar, no ha terminado la primaria; y así de paradójico como suena, admite que le encantaría ser abogada.
El 19 de febrero pasado Marta estrenó su “transitoria”: ahora puede salir los sábados desde la mañana hasta la noche. Tiene, también, la posibilidad de buscar un trabajo afuera o de estudiar. Al término de la nota, dijo que todavía no le había contado la buena nueva a su profesor y amigo, Fabricio Simeoni. “Tengo que llamarlo y decirle, a él y a los chicos. Tenemos que festejar todos”, anuncia. Los chicos, sus compañeros del taller, van cada dos meses a visitarla al penal. También se acercan antes de las Fiestas, o algún día, cualquier día: “Conocí a gente que viene los días domingos a encerrarse acá en la visita, con calor y todo, para verme a mí”. Así, cuenta que aprendió a valorar a la gente; y también a hablar, a expresarse: “Por eso siempre digo que se puede: el que se queda acá, es porque quiere”.
Analfabetismo y cárcel
Ante todo, ella está contenta de poder leer y escribir. Se lleva muy mal con sus compañeras, “porque hay mucha pendejada”; salvo con dos: las que comparten con ella la celda. Una llegó al penal hace un año y tampoco sabía leer ni escribir. Marta le fue enseñando: le leía las fotocopias de su causa y entonces ella a la noche memorizaba lo que le había leído. “Todas las noches le leía. Y así aprendió a defenderse. Estudió tanto eso que descubrió que estaba mal condenada. Pudo hacerle juicio a su abogado y lo ganó. Yo no lo podía creer. Así vio lo bueno que es leer y escribir”, se sorprende.
Cuando Marta llegó al penal, tampoco sabía defenderse. “No sabía nada. Ni siquiera que había tanta sinvergüenzada cuando hay tanta plata de por medio. Yo no pude ni leer mi condena, ni conocer a mi abogada. Pero me hice cargo y acá estoy. Es duro caer en un lugar cuando no sabés nada, no entendés; y más cuando unos años después algunos te dicen que en realidad estás mal condenada”, dice. En un principio, la pena de Marta fue la perpetua, pero a los diez años de estar presa las cosas cambiaron y quedó con una condena de 25 años fijos.
Sabe muy bien que para defenderse cualquier persona necesita expresarse, saber, entender. A ella le tocó aprender eso en la cárcel, viendo una importante cantidad de compañeras que caían porque firmaban cualquier cosa, porque no podían leer esos papeles que firmaban. Y ahora quiere que todos aprendan a defenderse. Así, por ejemplo, un miércoles por mes Marta va al Irar (Instituto de Recuperación del Adolescente de Rosario) con Fabricio y enseñan a los chicos a escribir.
—¿Y qué tal los chicos?
—Ay, me encantan. Me dibujan, me regalan cosas, yo los re quiero un montón. A veces se ponen a contar que mataron a uno, hicieron tal o cual cosa. Siempre trato de decirles que un error lo comete cualquiera.
—¿Y sobre qué escriben?
—De estar ahí adentro, la oscuridad, el encierro. Entonces, ponele, trato de hacerles ver las cosas de otra manera, yo les digo que todos tenemos errores, pero tenemos que ser mejor para el día de mañana. Por ahí se culpan a ellos mismos, pero yo les digo que también hay que pensar en los padres, en todo eso. Ellos me escuchan mucho, prestan mucha atención. Tomamos mates, comemos bizcochuelo que yo les llevo, y después me hacen caso y se ponen a trabajar.
—¿Y les gusta escribir?
—Sí, sí… algunos no saben escribir, otros más o menos, entonces yo les hago un dibujo y ellos le escriben algo encima.
—¿Y a vos te parece que es una manera de ayudarlos?
—Sí. Lo que más me interesa son los chicos, son mi debilidad, trato de que no cometan más errores, aunque hayan hecho un montón. Yo le digo a Fabricio, que lo único que puedo hacer es hablarles, tratar de que salgan mejor a la calle. A ellos les falta cariño, un montón de cosas. Yo los veo y son el reflejo de cuando yo caí, porque me faltaba todo eso. Y si yo pude llegar hasta aquí, quiero que ellos también. Ojalá pueda. El esfuerzo lo voy a hacer.
—¿Cómo te tratan a vos por todo lo que hacés?
—Acá es todo por igual. No hay mejor ni peor, todas por iguales. Yo no quiero dejar una huella y haber sido la mejor interna acá adentro, yo quiero ser mejor para que cuando cruce la puerta de salida pueda enseñarle a otros chicos, a mis nietos mismos, y decirles que hice esto, que ellos tienen que aprender aquello…
—¿Y te gustaría empezar a estudiar algo?
—Sí, pero no me cierra la edad. Yo quisiera estudiar abogacía. Pero no, no, me faltaría mucho estudio. Nada relacionado con la escritura ni a la lectura.
—Pero si querés estudiar abogacía…
—¡Ah sí, eso sí!
—¿Y por qué?
—No sé, será porque mi causa fue tan fea, tan mal, un maneje a base de plata, mucha transfugueada, mucha cosa. Yo quiero saber defender. No quiero que por haber estado presa solamente me quede lavar pisos. Si lo tengo que hacer, obvio que lo hago, pero también puedo hacer otra cosa. Y además puedo ayudar a otra gente. A mí me pasó porque no sabía ni siquiera qué era declarar… bueno, ya está. Si lo pasé es obvio que quiero que otro no lo pase.
—Y entonces, volviendo al tema, ¿por qué se te ocurrió empezar el taller?
—Porque estaba esta coordinadora, Susana Valenti, que vino a ver si alguien
se quería sumar al taller del Penal 3 y yo dije que bueno, que sí. Y allí estuve un año. Pero a mí no me gustaba eso. No me gustaba eso de te doy una frase y de esa frase escribí algo, no; yo los poemas los hago cuando me salen a mí. No me gustaba ese sistema, es lo mismo que cuando Fabricio me da tarea, no se la hago. Soy re caprichosa. Igual ya lo conozco y sé que si no lo hago, se enoja un ratito y después está todo bien.
—¿Qué les enseña Fabricio?
—De todo. Tenemos que escribir. Y después él las lee, se fija si falta una palabra, si sobra una palabra. Porque a veces si repetís tres veces una palabra fuiste, te hace hacer todo de vuelta. Es medio hincha pelotas, pero yo lo amo.
—¿Cuántos son en el taller?
—Somos 30. Los chicos son amorosos.
—¿Y cómo te llevas con ellos?
—Todo buenísimo. Somos todos de 30 para arriba, hay una señora de 60 años. Es muy lindo, a mí me re gusta todo eso. El primer día pensé: «ir en un móvil, esposada, con una empleada (policía)». Temblé todo el camino. Pero me recibieron re bien, tomé mates, como si me conocieran de hace mucho tiempo. Me quedé sorprendida. Siempre me esperan con mate, yo llevo tortas de acá. Es buenísimo. Contarlo es una cosa, ¡pero vivirlo! Al menos para mí, porque no sabía nada. Empezando porque al principio no sabía lo que era ni entrar a una cárcel o convivir con tanta gente, nada, nada. Es duro este lugar, pero hay que tratar de hacerlo más llevadero. Por eso yo escribo, cocino, trabajo. Y también soy muy rebelde.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Porque hay cosas que no me gustan y entonces grito, grito, grito.
—¿Tus poemas de qué tratan?
—De todo. De acá adentro, de afuera. De amigos, de mi hija.
—¿Qué piensan tu hijos de su madre escritora?
—Los veo re poco yo. Pero estaban muy contentos cuando saqué el libro. Yo les digo que cuando salga, lo de los libros se va a quedar un poco; y ellas me dicen que mejor me quede adentro así sigo con los libros. Tuve la oportunidad de irme a hacer la transitoria a Venado Tuerto, porque soy de allá, pero no fui porque quiero seguir con el libro, acá hay mucha gente y muchas cosas para hacer.
—¿Cuánto te queda de transitoria?
—Cuatro años. Pero los fines de semana puedo irme. Ahora son doce horas, pero dentro de unos meses van a ser 24, después 48, así. Igual siempre me han dado un montón de beneficios. Una vez fui a Córdoba a ver a mi hija y al cumpleaños de 15 de mi nieta; me dejaron ir dos veces a Buenos Aires. Siempre valoré mucho eso. Voy al taller y al Irar. También tengo permiso para trabajar de lunes a viernes. Por eso digo, el que se estanca acá adentro es porque quiere.
—Hablando de eso, ¿qué te gustaría hacer en cuestión trabajo?
—A mí me gustan mucho las cosas de cocina.
—¿Dulce o salado?
—Las dos cosas. Hago tortas, empanadas, pizzas, canelones. Igual, si consigo un trabajo afuera, que sea de lo que sea. Es difícil salir de acá y conseguir un trabajo, pero bueno.
—¿No te gustaría contar alguna experiencia, alguna anécdota? Hiciste tantas cosas…
—Cuando fuimos a Buenos Aires hicimos picnic en la ruta. Pusimos un mantel en el suelo, había de todo. A la vuelta comimos en un restaurante y estuvimos hasta las 4 de la mañana. Fue divertido. Los viajes con Fabricio y los chicos…
—¿A dónde fueron esa vez?
—A la Feria del Libro de La Rural. Era grandísima. Todos iban con celulares porque es tan grande que nos perdíamos. Yo no porque iba adelante de Fabricio, y él está en silla de rueda. Ahí hablamos y contamos del premio de la Editorial Dunken, pero le dije a él que hablara, que yo no iba a subir. Me daba vergüenza. ¡Había tanta gente, y yo estoy presa! Decí que él lo dijo y no pasó nada. Cuando salí, la gente se quería sacar fotos, todos conocían a alguien preso. Así me quedé más tranquila. Me di cuenta de que no soy la única.
—Bueno, de paso, ¿cómo reacciona la gente cuando vos contás de tu condición? ¿Alguna vez te trataron mal?
—¡Nooo… nunca nadie me miró mal! Es como que no estoy acá. Y eso te ayuda a crecer más, y a seguir el camino que uno quiera. Mi hermano, cuando yo era chica, estuvo preso, y él siempre me decía que la gente esto, la gente lo otro… Yo ahora pienso que no es la gente, es uno mismo.