Por Carlos Duclos.- Allí estás, fatalmente colgado en el impertérrito madero, ignorante del dolor que sobre él mismo cuelga. Puedo verte, claro que sí. Puedo verte en esta tarde gris de Viernes Santo, crucificado en la soledad, en el hambre, en la enfermedad, en el desamparo, en la traición, en la discriminación, en la pobreza, en la muerte prematura y antinatural de unos y en las lágrimas de otros.
Crucificado; crucificado ayer, hoy y siempre. Puedo verte en la mirada llena de soledad de esa mujer rica, de ese niño pobre, de ese papá desesperado que ve partir humillado a su propio padre anciano, y advierte un futuro incierto para su joven hijo ¡Puedo verte en el dolor de tantos! Me pregunto por qué te han condenado.
Al repasar la historia, yo puedo comprender al romano y comprender aún más a Caifás (herramienta indispensable de Dios). Ese Caifás que ha dicho a los miembros que te seguían del parlamento judío de entonces, y que no querían tu muerte: “Ustedes no saben nada (no saben del plan de Dios) es preferible que un hombre muera y no que todo un pueblo (la humanidad) perezca”.
Estas palabras muchos siguen sin comprenderlas hoy. Palabras que son el eco de esas otras de Juan, el evangelista: “la salvación viene de los judíos”. Puedo comprender todo ese instante histórico y divino, mas lo que no puedo entender es por qué te han condenado.
Y es en ese mismo segundo de la confusión que, por gracia del espíritu que te colmó, descubro que quienes te condenamos hemos sido nosotros. Y nosotros los que te crucificamos siempre, siempre “¡Basta de mentiras! –me digo–, no han sido los romanos los que te atormentaron y atormentan. Somos nosotros, todos nosotros, esta humanidad por la que has muerto y seguís muriendo momento tras momento. Nosotros los que con nuestros actos te clavamos en la cruz, te lanceamos y en lugar de agua (mientras mueres inocentemente, como el cordero en el matadero) te damos de beber vinagre”.
Y sin embargo nos sigues diciendo, desde tu profundo dolor: “Padre perdónalos, porque no saben lo que hacen”. En el instante de la cruz, Jesús, hijo de José y lleno del espíritu que es santo de toda santidad, pudiste ver (porque para el Espíritu Santo no hay tiempo ni espacio) la insensatez de nuestras acciones, nuestra indiferencia ante tu dolor, que es el dolor del afligido de todos los tiempos.
Desde la cruz universal viste la devastación del planeta, el llanto del pobre, el dolor del desamparado por el poderoso, la soledad y lágrimas de millones de seres de todos los tiempos, edades y clases sociales. Desde esa cruz de todos los tiempos y todos los espacios, viste la desconsideración y maltrato al que son sometidos los hermanos menores de la creación (pero no menores a los ojos del Dios único y eterno). Viste la hipocresía de algunos, los engaños de otros, la traición de muchos de nosotros.
Hoy, en esta tarde gris, yo puedo verte. Te veo claramente en la soledad del sufriente pobre y rico, noble y no noble, creyente y no creyente. Te veo, y como los otros, te niego y recluyo mi mano en lugar de extenderla. Sin embargo, una pequeña luz brilla en mí, porque me atrevo, en este instante, en este viernes de dolor, a confesarme y a decirte: “¡Perdón!”. ¡Oh criatura de la soledad y de la cruz, ahora que sé de mi pecado, no dejo de orar por tu resurrección!