Me despierto a las cuatro de la madrugada como casi todas las madrugadas. Uno tiene ya esa edad. Pero esta vez no me llega nuevamente el sueño, inmediato, sencillo, tradicional digamos, después de enjuagarme la boca y los ojos resecos ambos por la calefacción o por el clima del lugar.
Me acuesto pero me quedo boca arriba, tratando de imaginar una buena posición que me ayude a reencontrar la corriente perdida del sueño, pero no lo logro. Me dan vuelta por la cabeza tantas cosas hechas de momentos presentes y pasados, de cálculos para un futuro que está siempre comenzando cada mañana. Pienso: hasta que se agote y te mueras en tiempo presente. Hasta que se agote tu futuro, porque el futuro en general seguirá su camino sin vos, mi viejo lobo.
Y uno siempre se muere en tiempo presente. Creo. Mientras que el pasado y el futuro son los ingredientes que nos ocupan la cabeza mientras desperdiciamos o –menos dramáticamente– mientras transcurrimos el presente. Pero creo que estamos construidos así. Todos. ¿Al fin y al cabo, de qué otras preocupaciones podría estar hecho el presente –tan presente él, que solamente dura apenas un ratito?–.
¿Estaría uno siempre con un vaso de una bebida fresca, mirando el mar desde una hermosa playa, en un presente permanente soleado y distendido? ¿Siempre en “presente”? Los adoradores y promotores del presente filosofan corto y liviano. Me parece. Que uno pueda decir con los romanos “carpe diem”, aprovecha tu día, está bien. El presente tiene –bien romanamente atribuído– la duración de un día. Pero tendrás que haber planeado un poco en el pasado qué es lo que vas a aprovechar en este día y así siguiendo. Porque si no mañana no tendrás la menor idea de lo que debés aprovechar. Me parece. Repetirás todos los presentes anteriores. ¿Capisci?
Tres clases de quesos distintos: el gorgonzola, el roquefort, el stilson (inglés, menos conocido que los dos anteriores). Los tres tienen sabores muy semejantes. No son iguales, son semejantes. Quizás eso sea Europa. El gruyère, el cheddar y el comté. Tres quesos que también provienen de geografías europeas diferentes pero que se parecen entre sí. Pero, me permito una licencia exaltada de orden genético y hormonal: el quartirolo, el mascarpone, el grana padano y el pecorino romano son solamente Italia, eso sí.
No pudiendo dormir y con la cena a casi ocho horas ya insertada en el pasado, es bien pensable una visión de futuro inmediato compuesta de esas porciones de productos lácteos europeos.
Claro que también pienso en la capa de grasa que rodea lo que antes era mi cintura. Son veinte kilos que, entre los entrecots de ternera argentinos, los quesos europeos y las pastas de varios continentes, fueron cincelando esta peligrosa mochila a la brasileña. Peligrosa dicen los médicos porque parece que allí se juntan unos bichos que fabrican colesterol del malo. Sin piedad, con tenacidad, terroristas antiarterias despejadas se juntan allí a complotar sus futuros crímenes.
Busco en la cama una posición que me ayude a reflexionar con seriedad. ¿A qué llamo seriedad? A evitar levantarme nuevamente, esta vez para ir a la heladera, sacar la caja plástica donde almaceno amorosamente esas porciones de Europa, tan distintas pero tan parecidas, y construir una armoniosa comunidad europea con algunas galletas suecas o un pan integral de aquí nomás. Digamos, un pre-desayuno que me ayude a sobrellevar este presente en ciernes que empezará con la claridad de un nuevo amanecer.
Pero… ¿si como unos pequeños trozos de queso con pan, estaré tramitando también una reducción grave del tiempo que me queda por vivir en el futuro? Peor todavía, si después de eso me fumo dos o tres cigarrillos. Mucho peor. Parece que son cinco minutos menos por cigarrillo. Mmm, miro el paquete y calculo que por cada paquete son cien minutos menos. Una hora cuarenta. Bueno, me digo, anulo el plan futuro de ver por TV el gran premio de fórmula uno del año que viene.
Tomada la decisión, me pregunto, ¿con qué hago bajar a esta hora esos quesos tan comunitariamente europeos? Admito que se trata de una rebeldía casi infantil, escandalosa para un hombre en plena madurez. En medio de una reflexión que busca un grado de seriedad en el área de salud de mi mapa cerebral.
“Vino a esta hora no. Con una agua tónica alemana que compré y que es mucho mejor y más barata que la Schweppes”, me respondo. El agua tónica hace resaltar el sabor del queso. ¿Vieron que no lo sabían? Claro que no es lo mismo que el vino. Pero, bueno, justamente…
Son las habilidades del pensamiento paralelo. Uno piensa en varios canales al mismo tiempo y va logrando una potencia dialéctica que suavemente lo va empujando –o expulsando– del sueño y de la cama y lo conduce hacia la heladera ya plenamente sumergido en el erotismo europeo, las noches de Pigalle, vencer la tentación cayendo en sus brazos, las planicies del Piamonte, las piedras megalíticas británicas y la quinina hindú, pasarán de nuestras manos a nuestro paladar y a nuestro estómago situado bajo la ya citada capa de grasa. Y a nuestras arterias. Y a nuestra conciencia culpable. Descartamos por no ha lugar la noción de pecado o de sabotaje que son categorías de valores que corresponden a otra jerarquía de problemas. Peccata minuta, en todo caso, como los del negocio de Flor Balestra. Uno no va a andar echando mano a cañones del 88 para combatir contra tres fetitas de queso desarmadas, seductoras, aromáticas, europeas.
Después del moderado festín uno vuelve a guardar prolijamente todo en la caja y en la heladera. Anota el proceso desde el despertar, y con esa revuelta sopa de letras de las ideas dispersas y variadas del no poder conciliar el sueño, planea la futura visita al pueblo francés de Roquefort, que dio el nombre a su queso; la visita al pueblito piamontés –Gorgonzola– que dio el nombre al suyo. (Uno está en Suiza y el pueblito medieval de Gruyères ya lo conoce).
Se queda –me quedo– dudando si habrá algún pueblo inglés que se llame Stilson o Cheddar.
Pero antes de lograr conciliar definitivamente el sueño, me prometo investigarlo y si es el caso, de constatar también in situ, como corresponde. Para resolver el misterio que, justo sobre el final –y del tercer cigarrillo después del agua tónica alemana–, hace su aparición para dejarme y dejar a una buena proporción de lectores degustadores de la narrativa breve, sumidos en el suspenso. Los que no saben, como yo, si hay algún pueblo inglés que se llame Stilson o Cheddar.
Nota: en estas épocas de internet, los misterios duran muy poco. Hay dos pueblos ingleses que se llaman Stilson y Cheddar, de donde provienen los respectivos quesos. There we go!