Me acuerdo de la gordita con eterna cara de sorprendida que se suponía que era la que debía corregir mi estilo, mi ortografía, mi sintaxis. Darle un formato presentable a mis escritos para que salgan al mundo con el mayor parecido posible a un libro tradicional y bien escrito. Gramaticalmente hablando, porque la calidad literaria de un libro es bien otra cosa.
Y lo de tradicional no es casual porque idealmente, antes de ser publicado un libro, se trata de que tenga una revisión, una lectura, por alguien que si bien no es necesariamente escritor, es un especialista, alguien lo suficientemente letrado y leído como para vestir a la novia, ya que tantos son los casamientos en los que ha participado.
Y los bisoños de cualquier edad salimos a la luz más o menos protegidos, más o menos transformados en mariposas y sin demasiados rastros de lo gusanos que somos.
Aunque más no sea unas sacudidas en las solapas, un arreglo de unos mechones de pelo que están desacomodados, aunque con todo el resto no haya demasiado que hacer porque está decentito o porque sea ya imposible hacer nada para mejorarlo.
Pero algo, algún gesto, algo que te haga sentir acompañado, formando parte de algún equipo, de alguna cofradía, de una familia aunque sea monoparental y aunque vos seas adoptado sin saberlo.
Demás está decir que la gordita nada. Nada de nada. Por un momento pensé que lo mío podía ser tan espantoso que la pobre gordita no sabía cómo empezar, cómo transmitirme el descomunal tamaño de mis errores, cómo decirme lisa y llanamente que me dedicara a transcribir recetas de pizza, que la literatura no estaba hecha para mí, ni yo para ella.
Entonces le dí mis escritos a una amiga muy literaria y letrada, con gran experiencia en cafés y bares nacionales e importados y que, después de mirarlos y leerlos de aquí y de allá, (mis escritos, no los bares) me confirmó que no eran ni más ni menos malos que toda la mierda escrita que circulaba a la sazón por todos esos y aun otros lugares.
“Pero, digo, –le dije– ¿los puntos y las comas, la sintaxis, están presentables?”.
“Poniendo aparte el valor de sentido, se entiende lo que le querés decir al lector”, replicó.
Yo me di cuenta del satanismo crítico que implicaba su respuesta. Pero igual puse mi mejor cara de opa e insistí: “¿Eso quiere decir que las comas y los puntos seguidos y aparte están bien?”.
“También puede querer decir eso”, dijo.
No insistí más, porque creí comprender que no había más para comprender. Esa era su opinión y se la transmití a la gordita. El resto, la calidad del escrito era a mi cuenta y riesgo.
“Mirá que la Petitonisa dice que está todo de diez o cerca”, le dije.
“Ah, bueno, si ella lo dice para mí es más que suficiente”, me dijo.
Y la gordita no agregó ni sacó una coma. Ni un punto. Nada. Lo cual prueba que la obediencia debida no es ese nauseabundo paraje emocional frecuentado solamente por las agrupaciones militares.
También hay pelotudos –y pelotudas con ojos bolita– sin conciencia propia ni capacidad de decisión personal en el fino y espiritual terreno de las belles lettres.
La cosa es que la gorda la pasó bomba, se sacó sus mangos bien de arriba. Yo pude corregir mi librito porque la Petitonisa después me habló y me propuso una tardecita de trabajo que yo acepté con alegría y gratitud y ésa fue la versión que canjee con la que tenía la gorda que ni la había abierto y ni notó la diferencia y aprobó en bloque para entregar a su empleador de la editorial.
Me sentí muy tentado de ponerle un preservativo usado como señalador pero me abstuve.
Los editores mercenarios estuvieron muy contentos del trabajo de su empleada y yo me cuidé muy bien de sacarlos de su error. Un tesoro, la gordita.
Toda esta menesunda, a puro empuje personal y solidaridad de amigos me hizo comprender el inmenso vacío que rodea a un autor que no se esmera en enviar sistemáticamente sus escritos a los tantos certámenes que le pueden dar algún reconocimiento público.
Es verdad que esos concursos tienen un sentido y que significan una cierta valoración y jerarquización de lo que la gente escribe. Pero es muy duro soportar el rechazo, sobre todo comparativamente a otros que son designados como mejores que uno. Y peor todavía, que a veces realmente son mejores que uno. Uno sabe que uno es mejor que algunos y peor que otros, pero no me gusta la sensación que uno tiene que vivir en cualquiera de los dos casos.
Entonces, en la vida de uno, hacen su aparición las editoriales mercenarias y las gorditas vagas con ojitos de boluda sorprendida y actitudes de ineptas redomadas. Pero, frente al tribunal inquisidor del destino, uno puede –o podrá– demostrar que tiene la excelente coartada de tener amigos y amigas que si bien no le dedican sus plegarias por el simple hecho de que no hacen eso –por lo menos públicamente– saben algo de cosas escritas y le dan a uno algunos buenos consejos.
Eso ya es algo para la crianza de un libro huérfano. Son huérfanos, pero lograron algunos momentos de afecto que les permitieron cierta resiliencia y de ese modo, pudieron intentar no suicidarse demasiado.