Perú, país de mutaciones políticas y de traumas. Da sus últimos suspiros una campaña dominada por fantasmas y conversiones.
La historia reciente acecha el balotaje presidencial de mañana. Podría recordarse a aquel presidente que provocaba envidia en los 80 a quienes se ubicaban a la izquierda del alfonsinismo, por no remontarnos al general que, al mando de un régimen militar entre 1968 y 1975, enarboló un programa nacionalista de izquierda, mientras sus camaradas Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla pergeñaban otros planes.
Hablábamos de Alan García. Joven desafiante, brillante retórica, se animaba hasta a la nacionalización de la banca. La Comisión de la Verdad y Reconciliación dio cuenta también de otros aspectos que tuvieron lugar en su tiempo de gobierno, aunque sin responsabilidades personales por parte del mandatario: matanzas y desapariciones.
Hacia 1989, el gobierno de García hace agua. Un grupo de militares escribe tres tomos que titulan “Plan del Golpe”. El programa se frena ante la esperanza que generaba la probable victoria de Mario Vargas Llosa en las elecciones de 1990. Las ideas económicas liberales del escritor seducían a los golpistas, según cuenta el sociólogo Fernando Rospigliosi en el libro “Montesinos y las Fuerzas Armadas” (Instituto de Estudios Peruanos).
Error de cálculo. Triunfa el candidato antisistema, Alberto Fujimori. El hábil García da una de sus últimas órdenes a sus servicios de inteligencia: contacten con “el Chino”. Asoma un ex capitán del Ejército, analista sagaz y abogado: Vladimiro Montesinos.
Dice Rospigliosi que la puerta de entrada a Fujimori fue una asesoría para blanquear gastos de campaña. El 27 de julio de 1990, un día antes de la asunción del nuevo presidente, los militares lo rodean (secuestran) en el Círculo Militar. Negocian.
Montesinos hace equilibrio en medio de internas de todo tipo. Fujimori combina liberales con referentes de izquierda en el primer tramo de gobierno. Dos años después, el 5 de abril de 1992, quien fuera el candidato antisistema rompe la democracia con un manual ya escrito: el “Plan del Golpe”.
Entre varias aberraciones, esos tomos proponían tres soluciones para el “excedente demográfico existente”:
“Utilización generalizada de procesos de esterilización de los grupos culturalmente atrasados y económicamente pauperizados”.
“Exterminio total del excedente poblacional nocivo”: “subversivos y sus familiares directos, agitadores profesionales, elementos delincuenciales y traficantes de cocaína”.
“Migración a otros países del excedente poblacional sano”.
La venganza de la ex esposa de “el Chino”, Susana Higuchi, agita el ambiente y la presión de EE.UU. desbarata el proyecto de consolidar una dictadura y fuerza una corrección. La veinteañera Keiko Fujimori pasa a funcionar como primera dama y gana poder.
La economía peruana se privatiza, crece, supera lastres, consolida perdedores y asienta el clientelismo y la corrupción. Fujimori, también con las manos sucias, golpea a la guerrilla.
La resolución de la toma de la Embajada de Japón, en abril de 1997, expone al presidente ante la mirada externa. Queda mal parado. Mientras, el modelo económico se agota ante los embates de las crisis internacionales.
La década llega a su fin. Colapsa el fujimorismo, que se tienta con el fraude para una segunda reelección. Los “vladivideos” de Montesinos muestran un país en crudo. Desfilaron durante años dueños de los medios y periodistas en busca de sobres de efectivo de manos de Montesinos.
El monje negro se fuga a Panamá y un militar llamado Ollanta Humala, combatiente contra la guerrilla, se levanta en Locumba, Tacna. “El Chino”, que es japonés, renuncia por fax desde su segundo hogar.
Se vota en 2001 y gana el más tenaz de los opositores a Fujimori, Alejandro Toledo. Promete terminar con la corrupción y buscar justicia social. El presidente cholo mantiene invariable lo central del plan económico, mientras se suceden los escándalos por avivadas y fraudes al Estado. La economía retoma el crecimiento.
Como sus predecesores, Toledo está a punto de pedir la toalla. Antauro Humala, un impresentable militar de la secta etnocacerista, ensaya a fin de 2004 un golpe de Estado que fracasa, pese al apoyo que da desde Corea del Sur su hermano Ollanta.
2006: no hay candidato presidencial oficialista. Evo Morales ya ganó en Bolivia; Hugo Chávez acelera en Venezuela, y Lula da Silva, Néstor Kirchner y Tabaré Vázquez marcan el paso en sus países.
Ollanta emerge en el firmamento antisistema. Regresa un hábil que aprovecha el escenario “todos contra uno”. El impopular Alan García huele poder, se asoma y vence en el balotaje por apenas seis puntos porcentuales.
Aquél de la nacionalización de la banca se transforma en el ariete de los conservadores que marchan a contracorriente en Sudamérica. Perú crece incluso en 2009, año de recesión mundial. Todo está clavado en la memoria. García nunca logrará ser un presidente popular.
2011: no hay, de nuevo, candidato oficialista. Las encuestas marcan un vuelco a favor de Humala en las últimas semanas de campaña hacia la primera vuelta. Otra vez, el voto antisistema. Los candidatos preferidos por los mercados quedan fuera del balotaje. Keiko conserva el piso del fujimorismo y lo incrementa levemente.
Lula da Silva le manda consejeros al ex militar nacionalista, que acentúa un discurso promercado. Han sedado a este hombre. Hasta el circunspecto democristiano chileno Eduardo Frei, en su último intento presidencial de 2010, enarbolaba una retórica más estatista que la de Humala. La prensa dice que es un violador de los derechos humanos, un narco, un abusador de menores, un ladrón e, incluso a futuro, un dictador.
Avanza la noche en Lima. A pocas cuadras de distancia, dos multitudes se entusiasman. Cada una con su candidato.