Un individualista es aquel que supone que la propia redención, en lo intelectual y económico, asegura su estabilidad, garantiza su vida y la de su entorno inmediato. Es el mismo que cree que amasando una fortuna, por ejemplo y dejándola como herencia, su descendencia también tendrá satisfechas sus necesidades de todo tipo. Nada más lejos de la realidad y, sobre todo, en un mundo en el que, desde hace cierto tiempo, campea la inseguridad de todo tipo.
Napoleón decía que es injusto que una generación sea comprometida por la precedente. Hay que encontrar un medio que preserve a las venideras de la avaricia o inhabilidad de las presentes. En efecto, la salvación personal, familiar o sectorial, nada significa si la propia sociedad no está salvada. Aquello de que ninguna persona puede realizarse en una sociedad que no está realizada es de una certeza indubitable. Ningún legado, ninguna herencia desvinculada del orden social, puede asegurar absolutamente nada. La historia es pródiga en ejemplos, en crónicas de acaudalados y nobles que terminaron colgados de una cuerda o guillotinados porque se habían redimidos mezquinamente, es decir sin salvar al contexto.
En nuestro país, en este país de nuestros días, ya se observan atisbos de este principio que se cumple sin atenuantes. Hace pocos días, en la ciudad de Santa Fe, un señor que ha logrado hacerse de una considerable fortuna en los últimos años, manifestaba al autor de esta reflexión que tal como estaba la situación había desistido de adquirir autos de lujo y el que tenía lo mimetizaba con mugre, “para no llamar la atención”.
En la ciudad de Buenos Aires, algunos empresarios han comenzado a viajar hacia sus empresas con automóviles viejos y otros se ven en la necesidad de recluirse por temor. A mayor fortuna, mayor miedo a andar por la vida urbana. Estas son las consecuencias de la evolución de unos pocos, mientras gran parte involuciona.
La liberación de la carencia económica y hegemonía de un reducido grupo social, a costa de la violencia moral y la pobreza ejercida sobre el resto, trajo como consecuencia, siempre, más tarde o más temprano, una reacción que fue violenta en lo físico. No fue casual en América latina el movimiento guerrillero. No fue casual la Revolución Francesa, ni la rusa, ni la irrupción del castrismo en Cuba, sólo por citar algunos movimientos sociales revolucionarios cruentos.
Tampoco es casual en nuestros días la cifra alarmante de asesinatos (unos 3.500 o más al año) que se producen en nuestro país por causa del delito común (robo). Y si una buena parte de la población aún no se ha levantado en protestas airadas y masivas, ello se debe a dos razones: el estado de resignación y anestesia en el que se encuentra, y la ausencia de un líder, un estadista confiable y admirado que la movilice.
Claro que ojalá la movilización violenta jamás suceda, porque la solución de los conflictos y la reivindicación de los derechos por vía de la violencia no es lo adecuado (además no siempre las revoluciones mejoraron el contexto social), pero ¿qué les sucedería a los individualistas redimidos si algo por el estilo sucediera? Pues pagarían de inmediato, como pagan hoy algunos sectores en Venezuela, para no ir tan lejos en el tiempo. ¿Hay garantía de vida propia y plena, individual y sectorial, en una sociedad que desfallece? Tal vez por un tiempo, pero nada más.