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Una vida de trabajo y sudor

Por Santiago Baraldi.- Don Martín Landriel, a punto de cumplir 90 años, es cliente con asistencia casi perfecta del comedor La Bella Nápoli, en Tucumán y San Nicolás, donde almuerza o cena todos los días desde hace 40 años.

Don Martín llega cada mediodía puntual. Le gusta sentarse junto a las ventanas, pero le da igual si están ocupadas. Hace casi 40 años, cuando fue el primero en ingresar al restaurante La Bella Nápoli para preguntar si daban de comer, tiene asistencia casi perfecta para la cena o el almuerzo. Enclavado en la esquina de Tucumán y San Nicolás el comedor familiar es de los típicos bodegones de barrio atendidos por sus dueños, que van y vienen sirviendo amablemente a sus comensales. María Luisa, con una sonrisa, está atenta a que todo esté como quiere el cliente y ése es su éxito. Don Martín, a punto de cumplir 90 años, termina la sopa acompañada sólo de agua mineral. Es día de semana y el lugar está repleto. La calidad en su variado menú y los buenos precios lo hacen más ameno al salón. Y don Martín Landriel, nacido en Villa Unión, una pequeña localidad de Santiago del Estero y radicado desde la década del 40 en Rosario, mantiene todavía la tonada. La charla fluye y detrás de una persona siempre hay una historia. Don Martín es muy querido en el barrio y habla con todos. Es respetuoso y observador. Habla lo justo y necesario. Cada frase es pensada y la dice con una sonrisa. Tiene buen humor por naturaleza y una salud envidiable.

No tuvo una vida sencilla: trabajó desde los 12 años. Cuando falleció su mamá, se subió a un tren con una cuadrilla que se iba a la zafra tucumana, a cortar cañas, y allí sus manos forjaron callos. Después salió para Catamarca a recoger nueces o a la cosecha de pimientos. Luego en camión se fue a Apóstoles, Misiones, a desmontar de raíz árboles añosos. Lo cuenta con imágenes. Su juventud de golondrina fue el trabajo, ahorrar dinero, vivir con lo justo. No pedir nada a nadie. Más tarde vivió en Cipolleti, en Río Negro, para la cosecha de manzanas y peras. También se instaló en Bariloche para vivir junto a un compañero de la milicia de la caza y la pesca. Hasta que otro trabajo golondrina lo trajo a Pavón Arriba, en una chacra, colocando postes, criando chanchos, sembrando papas.

Un fuerte dolor de muelas lo trajo a Rosario. Allí lo recibió una hermosa santiagueña como él que le daría el turno y la promesa de una salida. Tres meses de visitas y luego el casamiento. Levantó la casa con sus propias manos en Pavón Arriba. Hasta que en 1948, con 30 años, decidió buscar trabajo en Rosario. “Llegué un miércoles y el viernes estaba trabajando, era en una ferretería grande, de Indalecio Carello, que ya no existe, estaba en Rodríguez al 1200. Me tenía tanta confianza que era el único que sabía cómo abrir la caja fuerte y tenía la clave. Un día, el dueño, convaleciente en el Sanatorio Americano, me mandó a que le llevara unas chequeras y el contador no entendía nada…”.

Don Martín resume sus ideas, como lo hizo Osvaldo Soriano en su libro No habrá más penas ni olvidos: “Nunca me metí en política, soy peronista. Y le digo por qué: cuando era pibe y veía cómo a hombres mayores los hacían juntar maíz o papas, dejando el lomo por nada… hasta que un día Perón les dio la jubilación. Siempre laburé y supe guardar la plata, yo lo único que sabía es que si no trabajaba no comía. Mi orgullo es mi hija, que me dio cuatro nietos y seis bisnietos. Ella vive en mi casa y yo me fui a una pensión. Hablo con mis nietos para que le den valor al trabajo, no dejar que nadie les regale, ni que pidan nada”. En los años 30 escuchó por primera vez, siendo un niño, la palabra “crisis”. Su padre era español y su madre una vasca francesa que vivían en un campo donde no les llegaba la crisis porque tenían su huerta, una vaca lechera, granja y frutas: “Teníamos todo, nunca nos faltó nada. El vecino más cercano estaba a dos kilómetros, así que no teníamos noticias de lo que pasaba en las grandes ciudades y la crisis no la sentíamos. Tras la muerte de mi madre, me largué a trabajar solo”.

Don Martín, en sus tiempos libres, cuando trabajaba en la ferretería, armó una carpintería. También pintaba y en 1978, para el Mundial, quedó viudo. Le dejó a su hija la casa de barrio Belgrano, en Español al 5800, y desde entonces se instaló en una pensión. “No me gusta molestar a nadie y quiero tener mi lugar. Además, estoy cerca de La Bella Nápoli, que es mi segunda casa. Ahora mi vida transcurre conversando con los vecinos y nunca falta una buena chacarera para mantener el ánimo arriba…”, se  ríe.

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