A las 6 horas del día 17 de octubre de 1945, Juan Perón ingresa al Hospital Militar. A las 7, en Brasil y Paseo Colón, la Policía dispersa alrededor de mil personas que se dirigían hacia la Casa de Gobierno. A las 8.30 es disuelta una manifestación en Independencia y Paseo Colón. A las 9, por Alsina, hacia el oeste, va una columna estimada en 4 mil trabajadores. A las 9.30 es dispersada una concentración reunida frente al Puente Pueyrredón de alrededor de 10 mil personas.
A mitad de mañana, grupos de trabajadores reclaman frente al Hospital Militar, exigiendo ver a Perón. Las radios informan que se está generalizando la huelga, no obstante que la CGTdeclaró el paro para el día 18.
Al mediodía, la Policía vuelve a dispersar a grupos de manifestantes que se habían concentrado en Plaza de Mayo. Forja da una declaración donde sostiene que “en el debate planteado en el seno de la opinión, está perfectamente deslindado el campo entre la oligarquía y el pueblo […] y, en consecuencia, expresa su decidido apoyo a las masas trabajadoras que organizan la defensa de sus conquistas sociales”.
Luego del mediodía, la Policía modifica su actitud frente a los manifestantes. “La crisis del poder liberó los sentimientos de los agentes de la tropa –afirma Perelman– muchos de ellos provincianos y con bajos sueldos […] Los vigilantes se declararon peronistas”. Esto es verdad, pero también es cierto que un amigo de Perón, el coronel Filomeno Velazco, controla ya la planta baja del Departamento de Policía y da órdenes a los agentes.
A las 15.30, un grupo de sindicalistas mantiene una reunión con Perón en el Hospital Militar. En las primeras horas de la tarde, varias columnas confluyen, en Avellaneda, ante el puente.
Sostiene Cipriano Reyes: “Era una muchedumbre, con más de 50 mil personas […] Minutos después, las pasarelas del puente comenzaron a bajar y la muchedumbre se lanzó para pasar al otro lado”.
“Nosotros no participamos del 17 de octubre –recuerda un dirigente gremial del Partido Comunista llamado Eduardo Barainca–. Los metalúrgicos que nosotros controlábamos trabajaron el 17 de octubre. No lo entendimos, no seguimos a la masa y nos costó muy caro”.
El periodista Hugo Gambini afirma que a las 13 “el Ministerio de Marina rechaza un ofrecimiento de dirigentes comunistas para que obreros armados, de esa tendencia, enfrenten a los trabajadores peronistas”.
También los intelectuales del sistema abominan de la presencia de las masas, de esos trabajadores que después de caminar varios kilómetros, osan meter sus pies en las fuentes de la plaza histórica: “Yo estaba avergonzado e indignado. Eso es, indignado y avergonzado”, recuerda Jorge Luis Borges.
Han pasado ya las 16 horas cuando, ante el crecimiento de la concentración popular, el presidente Farrell envía a algunas personas de su confianza para conversar con Perón y encontrar una salida a la crisis. Así, el brigadier Bartolomé de la Colinay el general Pistarini conversan con Armando Antille, un radical Yrigoyenista que intenta negociar. En un piso alto del Hospital Militar, el coronel, en pijama, recibe información de lo que ocurre y espera el desarrollo de los acontecimientos.
Testimonia el capitán Russo: “Se hacía evidente que el gobierno quería parlamentar con Perón. Recuerdo que Perón me dijo textualmente: «Ha llegado el momento de aprovechar la debilidad del enemigo»”.
Poco después, se conviene que el general Ávalos se traslade al Hospital Militar, para conversar con Perón. “Ávalos me expresó –recuerda Perón– sus deseos de que yo hablara al pueblo para calmarlo e instarlo a que se retirara dela Plazade Mayo”. De esta conversación surge la conveniencia de una reunión Farrell-Perón. Mientras tanto, en la Casa Rosada, Vernengo Lima presiona a Farrell para disolver la concentración apelando a la fuerza militar: “Usted está cometiendo un grave error, esto hay que disolverlo a balazos y va a ser difícil, hay mucha gente”. El presidente se niega a recurrir a la represión: “El ministro de Marina insistió, explicando que las ametralladores están en el techo: «Si tiramos al aire, se van a ir». Pero el Presidente se mantuvo inconmovible: «No, señor. No se hace ningún disparo; la gente puede morir por el pánico. Yo no autorizo nada»”.
Desde el Hospital Militar, Perón se aviene a conversar con Farrell pero, pone condiciones: “Primero, que Vernengo Lima se mande a mudar; segundo, quela Jefaturade Policía la ocupe Velazco; tercero, que lo busquen a Pantín y lo pongan al frente de las fuerzas de mar, y que Lucero se haga cargo del ministerio de Guerra; hay que traer inmediatamente a Urdapilleta, que está en Salta, para que se haga cargo del ministerio del Interior. Esas son mis condiciones”.
Rato después, Farrell y Perón conversan en la residencia presidencial. “Me dijo Farrell: «Bueno, Perón, ¿qué pasa?». Yo le contesté: «Mi general, lo que hay que hacer es llamar a elecciones de una vez. ¿Qué están esperando? Convocar a elecciones y que las fuerzas políticas se lancen a la lucha». Y me dijo: «Esto está listo, y no va a haber problemas». «Bueno, entonces me voy a mi casa». « ¡No, déjese de joder!», me dijo y me agarró de la mano.
«Esta gente está exacerbada, nos van a quemarla Casade Gobierno»”, recordó Perón.
Aproximadamente a las 23 horas, Farrell y Perón ingresan ala Casa Rosada.“Venga, hable, me dijo Farrell”, recuerda Perón. Minutos después, el coronel ingresa al balcón y se abre ante su mirada un espectáculo majestuoso mientras una ovación atronadora saluda su presencia.
En la noche de Buenos Aires, una inmensa muchedumbre, que algunos estiman en 300 mil, otros en 500 mil y el diario La Época en un millón de personas, vibra coreando su nombre: ¡Perón! ¡Perón!