“Todo es igual, nada es mejor… el que no afana es un gil…“, canta Discépolo. Hoy decir que todo está mal es fácil; la crítica amarga da prestigio. Sumarse al loco de Nietzsche y vislumbrar un “horizonte que cada vez se hace más oscuro”, o sentenciar con el Marx del 18 de Brumario que “todo lo sólido se desvanece en el aire”, son garantías casi seguras para despertar gestos de solemne asentimiento. Así, la esperanza, que según el dicho popular es lo último que se pierde, parece realmente una utopía cuando sentamos a la sociedad contemporánea en el banquillo de los acusados.
Es verdad que lo humano está teñido de sombras. Pero, siempre que hablamos de sombras, implicamos una luz que las genera. Por eso, cabría preguntarse: ¿dónde está esa luz detrás de las sombras? ¿En qué valor podríamos apoyar una visión optimista de la vida? ¿Es posible una vida realmente feliz en este valle de lágrimas, crisis e indignaciones?
El mundo, yla Argentina, reclaman una revolución ética. En el pasado se ha propuesto que los grandes problemas del hombre podrían solucionarse mediante la técnica. La medicina curaría las enfermedades, la economía acabaría con la pobreza, las instituciones democráticas llevarían automáticamente al bien común. Los liberales del siglo XVIII soñaban con un sistema de gobierno que fundiera el egoísmo en un resultado positivo. Confiaban en que era posible diseñarlo de tal modo que el Estado de derecho asegurara con sus mecanismos técnicos –la división de poderes, los pesos y contrapesos– la consecución de la paz y el bienestar. La ética sería prescindible: el sistema subsidiaría la inmoralidad humana.
“Donde la razón positivista se retiene como la única cultura suficiente, relegando todas las otras realidades culturales a la condición de subculturas, ésta reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad”, pronunció, recientemente, Benedicto XVI ante el Parlamento alemán. Esta amenaza ya ha dado frutos amargos, pues la técnica cumple un rol fundamental, pero incompleto: la ética es un componente esencial del desarrollo. Sin ella, la economía sólo beneficia a los ricos, la medicina se vuelve un negocio, y la política, una lucha despiadada por el poder.
Necesitamos hombres y mujeres honestos (y también técnicamente competentes). Una vez escuché a un notable referente de la solidaridad enla Argentinaque decía: “Los problemas del país se solucionarán cuando los políticos dejen de pensar en las próximas elecciones y comiencen a pensar en las próximas generaciones”. Eso es la ética. Pero la necesitamos todos, no sólo los políticos.
Hace pocos días, frente a la crisis que azota al viejo continente, el presidente del Consejo de Conferencias Episcopales de Europa, cardenal Peter Erdo, arzobispo de Esztergom-Budapest, señaló en la apertura de la asamblea anual de la entidad: “Es fundamental abrir la razón y el corazón a Dios y así tener también otra perspectiva de la vida social determinada por la solidaridad y la gratuidad”. Necesitamos esa revolución de solidaridad, esa apertura a la gratuidad, a superar el propio interés.
En 1982, Marco Denevi escribió un inteligente ensayo sobre la viveza, una cualidad que no nos desagrada reconocer como propia. Los argentinos somos vivos. El autor de Rosaura a la diez señala que el vivo es aquél que se aprovecha de la honestidad de los demás. Es el que piensa: llevo carne dura y barata al asado, total después como la carne buena que llevan los otros. Así lo define: “El vivo se mueve mentalmente en procura de cómo eludir los efectos del problema, de cómo (en la mejor de las hipótesis) volverlos beneficiosos para él o (en la peor) de cómo desviarlos en perjuicio de un tercero”. Pero la viveza –la trampa– funciona sólo si es escasa, no es autosustentable. Denevi se pregunta: ¿Qué pasaría en un país en el que los vivos fueran mayoría? Y nosotros podemos comprobarlo mirando a nuestro alrededor.
La Argentinanecesita que trabajemos con honestidad, que veamos tele con honestidad, que compremos y vendamos con honestidad, que estudiemos con honestidad, que evitemos la trampa en las relaciones personales, ya sean familiares, conyugales, o de amistad, que seamos honestos en la diversión, que apostemos por las próximas generaciones, especialmente en el cuidado del medioambiente y la educación.
Los vivos nos desaniman, pero una sola persona honesta nos devuelve esperanza. Decimos: es posible. Toda revolución comienza con una vanguardia que la lleva adelante. Vos podés ser esa persona inspiradora. Cada uno de nosotros debe superar la tentación de tomar ventaja de los demás y debe tolerar el que algunos vivos tomen ventaja de nuestra honestidad. Asíla Argentinay el mundo serán un lugar mejor para vivir, para nosotros y para los que vengan después. Así pensaron quienes una vez hicieron grande a este país, y así ellos se hicieron grandes.
Jesús de Nazareth revolucionó la historia de la ética: Benedicto XVI la llamó revolución del amor. Inició una nueva moral, que aún nos deja perplejos. De la estricta justicia de la ley del Talión avanzó hacia la caridad y solidaridad de hacer el bien incluso a los enemigos. La potencia vital que surge de tal mensaje todavía nos permite apostar por la esperanza. Las personalidades contemporáneas que han vivido de manera paradigmática este mensaje (los santos), comola Madre Teresa, Chiara Lubich, Robert Schuman o Josemaría Escrivá, son explosiones de esperanza. Ojalá podamos sumarnos a esta revolución.
Vicario del Opus Dei en la Argentina