Por Juan Aguzzi
Cierto es que cada nuevo título de Pedro Almodóvar despierta por lo menos curiosidad por ver qué otro giro pone en práctica sobre la “negrura” que vienen acumulando sus films: crímenes, violaciones, incesto, ambiciones malsanas, traiciones, psicosis fueron conformándose como arquetipos de sus relatos, y aunque siempre envueltos en su pátina melodramática, son inequívocamente los componentes exclusivos, los que están movidos por las pasiones y movilizan la pasión narrativa del realizador español. En Los abrazos rotos (2008), Almodóvar había llegado a un punto de alto rendimiento formal y argumental, retomando el pulso que había logrado en La mala educación (2004) y que había aflojado en Volver (2006). Los abrazos… resumía la pureza de su tendencia pop y de humor negro y consumaba una historia de ribetes trágicos con envidiable plasticidad; la desmesura y el barroquismo de Almodóvar tuvieron en Los abrazos… un denodado filtro que los transformaba en ubicuos apéndices para que la historia se ramificara y se hiciera más rica en sus posibilidades de desarrollo.
Algo de todo esto hay ahora en La piel que habito, una historia “terriblemente” almodovoriana basada en la novela Tarántula del francés Thierry Jonquet, un escritor del género noir, que el director quería convertir en film hacía bastante tiempo. Y es auténticamente almodovariana porque del seno de La piel que habito surgirá una nueva criatura, un objetivo recurrente en los films del realizador donde, en cualquiera de sus formas, a través de una venganza, de la vuelta a la vida luego de un coma, de un cambio de identidad sexual, alguno de los personajes deviene otro; se diría que toda razón es atendible para Almodóvar para que se opere esa transformación, una necesidad casi interior de constatar que el ser humano puede tener varias vidas en una.
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En La piel que habito la razón para ese cambio es siniestra, de un alto nivel de perversidad –sin prejuicio de que tal vez esto ya se encuentre en la novela–, que opera como un castigo o tortura ante el que sin dudar muchos preferirían la muerte.
En un formato de thriller –aunque como ocurre con buena parte de los films de Almodóvar condense otros géneros–, en La piel… puede verse una transposición del tema Frankenstein a partir de la transgénesis, esa parte de la ciencia que se ocupa de las transfiguraciones moleculres y que la bioética ha venido a regular para que no genere monstruos o criaturas impredecibles en su capítulo humano. También es la historia de una venganza de límites insospechados practicada por un psicópata investido como un científico innovador reconocido por su comunidad –allá Mary Shelley–; la de una familia disfuncional con lazos fluctuantes entre el amor y el odio, y la de una locura colectiva –al menos de los personajes en acción y relación– que no terminará más que como una tragedia anunciada.
Con un disparador que puede situarse en Los ojos sin rostro (1960), el film de Georges Franju que describía a un cirujano brillante que quitaba las pieles de muchachas que raptaba para restituir la belleza de su hija muerta en un accidente trágico, este film de Almodóvar ensaya también la idea de que para el hombre siempre es posible refinar sus métodos de crueldad con tal de dar rienda suelta a alguna pasión enfermiza. Aquí, el doctor Ledgard quedó emocionalmente quebrado por no poder salvar a su mujer de las graves quemaduras que sufrió en un accidente mientras se fugaba con el hermanastro del médico, con quien había comenzado una relación sentimental. A partir de allí, y en la, a esta altura habitual práctica lúdica de cajas chinas con que al realizador español le gusta ampliar la resonancia de sus historias, otras situaciones van entrelazándose con un vértigo narrativo que estimula a concentrar la atención aun en las escenas más desprovistas.
El doctor Ledgard pertenece a una familia a la que su propia madre –a la que el médico no reconoce como tal– juzga maldita desde su propia génesis y el actuará convencido de que lograr sus oscuros objetivos no es otra cosa que una cuestión de voluntad, de designio, para lo cual él se siente como un moderno Prometeo.
Con una puesta en escena refinadísima en la que pueden verse remedos posmodernos de las de algunos films clase B que se ocupan de científicos obsesivos en plan siniestro; una fotografía de calculado impresionismo, y un montaje que deja para el final buena parte del principio de las vicisitudes del relato conjugando solipsismos de los que los protagonistas principales son deudores –en esta elección puede verse un carácter “demasiado” arbitrario en detrimento de la fluidez del relato–, La piel que habito se ocupa menos de la traumática experiencia de alguien al que le cambiaron el sexo involuntariamente, que de apuntar la densidad patológica de un ser humano que se ve como un “creador” de vida, donde el devenir otro se inicia en los melindrosos caminos de los recursos científicos apropiados por una mente desquiciada.
Claro, se trata de un film noir, y todas las motivaciones son impulsadas por el afán obsesivo de lograr lo imposible, en este caso recuperar la esencia de alguien ya muerto. La piel que habito muestra entonces a un autor recostado en su madurez narrativa y lo sitúa como un hacedor de dispositivos fílmicos de innovadora eficacia.