Por Javier Hernández
A un año de haber concluido el primer ciclo integral de sonatas para piano de Beethoven hecho en Rosario que tuvo como figura central al eximio músico canadiense Alexander Panizza, esta noche, desde las 21.30, la Editorial Municipal presentará en el Teatro Príncipe de Asturias (Sarmiento y río) el ambicioso proyecto discográfico que comprende la grabación de doce discos que reflejan lo que se vivió entre abril y noviembre de 2010 en el Centro Cultural Parque España. La velada también dará a conocer el documental que, sobre la relación entre el pianista y su obra, realizó el cineasta Pablo Romano (ver nota aparte).
“Fue una vivencia muy especial y siento que en mi personalidad musical hay un antes y después”, dijo Alexander Panizza durante un diálogo con El Ciudadano en el que, además, hizo un balance sobre lo que fue el imponente ciclo.
—En los albores del ciclo dijo que realizarlo era “uno de los grandes sueños artísticos” de su vida. A un año de finalizarlo, ¿qué representó esta serie de conciertos que ahora vuelven a cobrar vida a través de una colección discográfica?
—Fue una vivencia muy especial y siento que en mi personalidad musical hay un antes y después. También me conmovió la recepción del público y el entusiasmo que generó en la Municipalidad, que ofreció grabarlo, y en la predisposición de Pablo Romano por hacer un documental. Pensar en todo lo que generó esto es muy lindo porque desde la música clásica se suele pensar que sólo pueden hacerse las cosas desde los grandes centros urbanos, y esto se logró con la voluntad, las ganas y el cariño que todos pusimos por el proyecto.
—¿Cómo vivió los conciertos? ¿Tuvo que repetir muchas obras para hacer el disco?
—Todos los que hicimos algo por el disco adoptamos un criterio y el principal era que si no se hacía con un nivel de excelencia no tenía sentido. La calidad de la grabación musical, de la edición, del teatro, del piano, y de la producción más allá de mi participación tenía que estar al mejor nivel; también hubo una actitud interpretativa. Básicamente siempre toqué la obra en vivo pero al día siguiente iba un par de horas y repasaba alguna cosa. Al principio me planteé si solamente debía cambiar lo que no sonaba bien o debía tratar de armar la mejor versión posible que me representara a mí con el material que había.
—Al ciclo asistió gran cantidad de gente que, más allá de las sonatas conocidas, se expandió a todos los conciertos. ¿Dónde estuvo la mayor atracción del ciclo?
—Las sonatas conocidas de Beethoven pueden ser cinco o seis, de las 32. Sin embargo, desde el comienzo traté de manifestar la impresión de que la obra es como un viaje acumulativo que vale la pena escuchar desde el principio al final. Durante el ciclo se creó un ambiente favorecido por muchos factores entre los cuales se cuenta mi postura de tocar con las partituras y generar una cosa más camarística, con mas contacto con el público, que se enganchó en la trama y siguió el desarrollo de la personalidad de Beethoven a través de sus sonatas de una forma muy comprensible.
—Usted hace referencia a la presencia de las partituras, un hecho que ayudó a romper con la estética moderna de interpretación que suele dar paso a lo visual por sobre el discurso musical. ¿Cómo diagramó las interpretaciones?
—Estoy convencido que tocar sin partituras jerarquiza una actitud cristalizada, casi visual de la interpretación. Pensemos en Liszt, un pianista sentado adelante del público tocando de memoria. La visión estética que tenía jerarquizaba su trabajo sobre la obra de una forma mucho más libre que ahora y donde podía cambiar las notas, los adornos, y el tipo de acompañamiento. Ahí tocar de memoria era como una consecuencia lógica donde se infería el espíritu de la obra. Estéticamente las cosas cambiaron y ahora se exige un rigor sobre las notas que se tocan que hace que el perfil de quienes memoricen haya cambiado y entre en contraste. Para salir a un escenario uno tiene que tener una especie de escudo de vanidad que lo proteja.
—¿Dónde se evidencia exactamente la contradicción?
—Liszt decía: “El concierto soy yo”; ahora eso está visto como políticamente incorrecto y uno tiene que decir “lo que importa es la visión del compositor” pero a la vez tiene que hacer un alarde de una enorme memoria. Esa contradicción va en contra de una cierta naturalidad que podría tener el discurso musical. Con la partitura adelante elimino todo eso. Y eso genera una actitud distinta en el público que puede dedicarse a escuchar y generar un proceso mucho mas profundo. Lo que Pablo (Romano) logra manifestar (en el film) es una especie de documental del personaje que sale al escenario, y lo qué es la persona con su proceso detrás y sus búsquedas. Porque uno no es un extraterrestre que está todo el día flotando en una nube artística y sale a escena para repartir su arte. Nuestra actividad es una especie de camino de vida donde el concierto en público es una manifestación más de ese camino.
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Acerca de los ‘demonios’ de Alexander Panizza
Desde hace muchos años me interesa la relación del músico con el sonido justo: esto de encontrar el silencio, la nota exacta, la precisión”, dijo Pablo Romano a El Ciudadano consultado por las motivaciones que derivaron en Alexander Panizza solo piano, el documental que será presentado esta noche, a las 21.30, con entrada gratuita, en el Teatro Príncipe de Asturias.
—¿Cómo llegás a involucrarte en el ciclo de sonatas?
—A los primeros conciertos no pude ir por razones de trabajo, pero cuando lo logré me conmoví al ver el trabajo de Alexander (Panizza). Observé que había gente filmando y le consulté a Martín Prieto (director del Parque España), si estaban haciendo algún registro; como me dijo que no, le comenté mi interés por hacer un documental sobre Panizza.
—¿Sobre Panizza?
—Sobre Panizza en relación a Beethoven.
—¿Qué tipo de relación?
—Desde hace mucho me interesa la relación del músico con el sonido justo: esto de encontrar el silencio, la nota exacta, la precisión. A Martín (Prieto) le pareció interesantísimo y de hecho el Parque de España entró en la producción del proyecto. La idea es un documental sobre un músico y su cotidianeidad, en este caso, con Beethoven. Lo primero que hablé con Alexander –y que acá fue muy importante Gastón Bozzano, quien me dio ciertas claves–, es que me interesó lo que sucedía en sus ensayos y le dije que me interesaba hacer un documental sobre el sonido justo: la nota justa.
—¿Qué interpretabas por la nota justa?
—La cosa obsesiva del músico en la búsqueda de ese sonido que, cuando no está, sabe que no está; pero que cuando se logra conseguir no es consecuencia de una reproducción mecánica y por ende puede no lograrse de nuevo. Como la metáfora del Capitán Ahab persiguiendo a Moby Dick; es un imposible, una cosa eterna que no tiene principio ni fin, que hay una búsqueda perpetua de eso. El documental atraviesa ese registro.
—¿De qué te valés visualmente para retratar esa búsqueda?
—Lo filmé a él en su casa –en su cotidianeidad–, dando clases, ensayando con su esposa, charlando; y a su vez está el concierto, la preparación de los recitales. En definitiva lo que muestro del concierto no debe ser más de cinco minutos de los 54 que dura el documental.
—El esplendor de las 32 sonatas radica en que son muy humanas y allí Beethoven se confronta con sus propios demonios. ¿Cómo trabajaste el puente entre ambos?
—De alguna manera te diría que son los demonios de Panizza. Hay una relación con una grabación de él cuando era niño que tiene que ver con su padre.
—¿Qué “demonio” te tocó a vos para querer contar esta historia?
—Hay algo en que coincidimos mucho con Alexander que es en concebir el trabajo artístico como un trabajo, como algo cotidiano que persigue un imposible que a veces se logra y otras veces no, pero que no obstante es –todos los días–, una cosa obsesiva de trabajar y trabajar. A Alexander no lo conocía pero fui a verlo por la fascinación que me provoca, y el amor que le tengo a Beethoven desde chico.
—Llamó mi atención durante los conciertos el lugar que Panizza le daba a las partituras, exponiéndolas para favorecer lo musical sobre lo visual. En el documental, al capturar esa acción, lo visual vuelve al primer plano. ¿Cómo conjugaste ese juego entre lo visual y lo musical?
—Me parece que lo que Alexander está buscando no es el recital como espectáculo visual sino el recital como un espectáculo para un oyente imaginario que quiere compartir una música. Eso es lo hermoso y maravilloso de lo que quiere retomar con esto de la partitura donde no importa tanto Alexander como figura sino tal vez –y lo estoy pensando ahora– una especie de médium a través de los tiempos. Hace poco, medio en chiste, me hablaba de “el músico que interpreta obras de gente muerta”. Yo le hablaba de Los nueve puntos de mi padre, (documental de Romano sobre las huellas que dejó su propio padre tras la muerte) porque ahora que ya terminé con esto lo logro asociar, y veo que trata sobre personas que constantemente dialogan con los muertos; algo que nos pasa todo el tiempo. Nosotros dialogamos con nuestros muertos y antepasados. Me parece que hay algo de Alexander dialogando con Beethoven. Y ahí la partitura tiene que ver con una idea muy fuerte de interpretación, de no reproducción mecánica sino de –realmente– entrar al corazón de una obra y poder hacer una interpretación genuina y singular. Y a partir de cada encuentro se pudo producir una encrucijada de visiones, escuchas y miradas con relación a la música.