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Aquella rebelión de los pasamontañas

Por: Rubén Alejandro Fraga

Todo estaba listo para que aquel sábado 1º de enero de 1994 pasara a la historia como el rimbombante punto de partida del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Canadá y México (Nafta). Sin embargo, esa circunstancia quedaría definitivamente eclipsada en las efemérides cuando, en la madrugada del primer día del 94, miles de olvidados campesinos indígenas mexicanos, con los rostros cubiertos y armados con fusiles y palos, descendieron desde las montañas hasta San Cristóbal de las Casas, una próspera población del estado de Chiapas. “Somos producto de 500 años de luchas. Nosotros hoy decimos ¡basta!”, señaló, cerca del mediodía, en la alcaldía de San Cristóbal, un joven encapuchado de origen mestizo que se presentó como el “subcomandante Marcos”.

Ante una población asombrada y cubierto por un pasamontañas que se convertiría en todo un ícono, Marcos dio lectura a la Primera Declaración de la Selva Lacandona, un documento en el que los insurgentes declararon la guerra al gobierno federal y al Ejército mexicano y establecieron sus demandas fundamentales: trabajo, tierra, vivienda, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), una organización armada constituida por campesinos pertenecientes a los grupos indígenas chamula, tzeltal, tojolabal, chol y lacandón, hacía su espectacular presentación lanzando una ofensiva contra el gobierno presidido por Carlos Salinas de Gortari, del Partido Revolucionario Institucional (PRI).

Encabezados por Marcos y los comandantes Tacho, David, Ramona, Zebedio, Esther y Ezequiel –todos con los rostros cubiertos–, los eternos “sin voz” de México se sublevaron ante la situación de extrema pobreza de los indígenas y campesinos de todo el país. Reivindicaban la propiedad sobre las tierras arrebatadas a las comunidades indígenas, exigían un mejor reparto de la riqueza y la participación de las diferentes etnias tanto en la organización de su estado como del país en su conjunto, para que fueran respetadas y valoradas las diferentes culturas que viven en México.

El levantamiento fue un cachetazo en pleno rostro de los políticos y la sociedad mexicana, llamando la atención sobre el abandono en que estaban sumidos unos diez millones de indígenas. Pero, fronteras afuera, también puso sobre el tapete el conflicto entre globalizadores y globalizados, cuando parecía no existir alternativa al nuevo orden neoliberal. Además, la insurrección de los zapatistas –quienes tomaron como bandera el nombre del líder revolucionario mexicano de principios del siglo XX, Emiliano Zapata– no fue una repetición de rebeliones anteriores. Desde los primeros comunicados estuvo claro que ellos hablaban un nuevo lenguaje y presentaban una visión diferente de cómo cambiar el mundo. Las bromas, los cuentos y la poesía de los comunicados no eran decoraciones externas sino que eran un punto clave para la forma en que los zapatistas concebían su revuelta, que no estaba orientada a conquistar el poder del Estado. “Queremos hacer un mundo nuevo, pero no nos interesa ganar el poder estatal”, remarcaron.

Así, los ojos del mundo se posaron en Chiapas, en el sureste de México, que pese a ser uno de los estados de ese país que posee mayores recursos naturales –petróleo, maderas, minas y tierras fértiles para la agricultura–, es una región donde las desigualdades sociales mostraron históricamente su costado más descarnado, con una organización asentada en viejas estructuras de carácter autoritario y latifundista.

En ese contexto, el EZLN le declaró la guerra al “mal gobierno” mexicano, una fórmula que los zapatistas retomaron de la primera insurrección indígena en Chiapas contra la colonia española, en el siglo XVIII.

En aquel inicio de 1994, la ocupación de diversos municipios chiapanecos fue respondida con el envío de tropas federales y el 2 de enero se iniciaron los combates, que se prolongaron durante 10 días y dejaron un saldo de unos 200 muertos.

Presionado por la opinión pública, el gobierno mexicano envió mediadores como el ex jefe de gobierno del Distrito Federal, Manuel Camacho, y el obispo de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz, quienes negociaron una salida pacífica al conflicto a cambio de ciertas concesiones. Luego de ello, los zapatistas volvieron a refugiarse en las zonas montañosas, a la espera de una larga y difícil negociación política. La Iglesia de Chiapas apoyó el diálogo y se mantuvo al lado de los indígenas. No obstante la tregua obtenida, se abrió en la zona un clima de hostilidades que dejó sin solución el conflicto. El 22 de diciembre de 1997, la matanza de 45 indígenas tzotziles, en su mayoría niños y mujeres, perpetrada en la localidad de Acteal por un grupo paramilitar del PRI, dejó al descubierto la inestabilidad existente en Chiapas y corroboró lo que los organismos de Derechos Humanos habían estado denunciando: el hostigamiento y la provocación del temor en las comunidades simpatizantes del EZLN.

El jefe de las guerrillas posmodernas

Dieciocho años después del alzamiento del EZLN en Chiapas, un cartel recibe hoy al visitante que ingresa a esa zona indígena mexicana: “Entra usted en territorio zapatista en rebeldía. Aquí manda el pueblo y el gobierno obedece”.

Es una frase típica del subcomandante Marcos, una mezcla del Che Guevara, El Zorro y Robin Hood, que atrajo al sur de México a los intelectuales de mayo del 68, a los marxistas en busca de una nueva filosofía, a los globalifóbicos, y a jóvenes románticos deseosos de hallar a su héroe.

El 9 de febrero de 1995 el gobierno federal mexicano reveló la identidad del subcomandante: Rafael Sebastián Guillén Vicente, un ex alumno de los jesuitas y ex empleado del Corte Inglés de Madrid, es el supuesto rostro que está detrás del ya mítico pasamontañas. Sin embargo, la difusión de la foto de ese mestizo oriundo de Tampico, Tamaulipas, no menguó la leyenda del jefe guerrillero que desde su particular atuendo –pasamontañas, pipa, radio, gorra, carrilleras y fusil en mano– hasta su afición por la literatura, no niega su fascinación por la utilización de los medios de comunicación.

“Marcos se convirtió en algo más que un héroe fuera de la ley, él es el primer comandante de las guerrillas posmodernas”, sentenció el diario estadounidense The New York Times. Remeras, encendedores, muñecos, bolsos, postales y demás souvenirs llevan su imagen impresa. Numerosos grupos de rock dedicaron canciones al movimiento y al “señor de los espejos”, tal como lo denominara el extinto escritor español Manuel Vázquez Montalbán en una de sus obras.  Su facilidad de palabra, sus artificios literarios que saltan de la ficción y la fantasía a la realidad y su pasado misterioso, lograron que no pasara desapercibido durante todo este tiempo.

Uno de los grandes homenajes de Marcos a sí mismo y a su movimiento fue el “Zapatour”, ya en la presidencia de Vicente Fox, que recorrió el país de sur a norte hasta la plaza del Zócalo y el Congreso en la capital de México y finalizó el 2 de abril de 2001.

La última aparición del sub

El subcomandante Marcos terció recientemente en la campaña presidencial de su país. Lo hizo este mes a través de una carta, en la cual critica a los cuatro candidatos que se postulan para suceder a Felipe Calderón, actual presidente mexicano: Andrés Manuel López Obrador, Josefina Vázquez Mota, Ernesto Cordero y Santiago Creel. La carta está dirigida a uno de sus amigos, el filósofo Luis Villoro Toranzo y esta aparición pública de Marcos fue la primera en dos años.

Esta vez, sus mayores críticas fueron para el izquierdista López Obrador: “No acaba de madurar y reconocer sus errores y tropiezos. El mismo que encabeza un grupo ávido de poder, pleno de intolerancia, que buscó, busca y buscará la responsabilidad de sus torpezas y esquizofrenias en otros”.

Las elecciones presidenciales en México se realizarán en julio de 2012.

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