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La corrupción contagiosa

Por: Carlos Duclos

Lo sé, no siempre hablar de cuestiones religiosas atrapa al lector, menos aún cuando la sociedad está determinada muchas veces por cuestiones no tan profundas (por no decir frívolas e intrascendentes). Y también lo sé, muchos religiosos hicieron muy bien las cosas como para que la religión aburriera.

Algunos, que no comprenden nada o están obnubilados por sus estructuras institucionales, aburren con sus discursos. Pero la verdad es que si fueran aplicados los principios religiosos, si los servidores de Dios y los que se dicen creyentes actuaran conforme a la cuestión social establecida por Dios, la vida en este mundo sería casi estupenda.

Dice La Torá (los cinco primeros libros de la Biblia y Libro Sagrado del judaísmo) que, cuando se recoge la cosecha, los frutos de las esquinas de los campos deben quedar para los pobres y prosélitos. Este principio solidario, extendido a otras formas de producción y comercio, mandato de Dios a la humanidad, se dejó de observar. Y hay muchos principios más que no se aplican.

Esta suerte de prólogo viene al caso para hablar de la corrupción, que en la Argentina algunas personas le rinden culto, como se sabe, a través de la “viveza criolla”. Cabe la pregunta: ¿la viveza criolla o corrupción es contagiosa? En nuestra sociedad ya preocupa cómo cada día se acentúa más la moda del corrupto. Antes se escuchaba la palabra corrupción cuando un funcionario realizaba alguna maniobra fraudulenta y era descubierto.

Con el paso del tiempo ya no hizo falta ocupar un alto cargo, la gente se fue acostumbrando a ser corrupta en niveles más bajos de acción. Se podría decir que la corrupción se generalizó y se transmitió de una generación a otra y de un nivel más alto a otro más bajo. Ahora el más chico se corrompe con el ejemplo del más grande y, en menor escala, pero no en menor calidad de degradación, realiza también su “acto corrupto”.

La corrupción, como la cocaína, es consumida tanto por el poderoso, que gracias a esta conducta hace fortuna, como por el pequeño comerciante que adrede da mal un vuelto o acomoda la balanza para que pese de menos y así procura unos pesos más a fin de mes. A la corrupción la practica el rico y la practica el pobre. Las formas de estafa son muchas y variadas, pero el fin siempre es el mismo: sacar ventaja de una situación aunque ello determine la aflicción de otro.

La pérdida de algunos valores, vigorosos en otros tiempos, hizo que las personas se transformen, a veces, en seres egoístas y corruptos.

En las altas esferas del poder esta conducta se observa en licitaciones fraudulentas, obras públicas concedidas a amigos, negociados nada claros, permisos que no deberían darse, etcétera. Hay empresas que facturan de más por sus servicios, como las telefónicas, y éste es un ejemplo, entre tantos.

Leandro Alem, paradigma de otra generación y otro país, dijo: “El desaliento, el quebranto, la inmoralidad, no surgen de los bajos fondos sociales. Vienen de las alturas. Hoy se sacrifica todo: el honor, la palabra, la fe jurada ante los hijos y la Patria, para descender luego a los goces materiales, por gustar con fruición de sibaritas los placeres de la sensualidad y del gobierno. Hoy no se busca la posición política para poner a su servicio talento, carácter, patriotismo, sino para que aquélla sirva a los fugaces caprichos de oscuros bienes, de miserables sueños”. Palabras que no han perdido vigencia. ¿Los frutos de las esquinas de los campos para los pobres? Mueve a risa ¿verdad? Pero las consecuencias pueden ser vistas.

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