Con la mirada fija en un helado campo en el pueblo de Fonda (estado de Nueva York, noreste de EE.UU.), la estatua de la joven mohawk, a punto de convertirse en la primera aborigen estadounidense santa, transmite calma, aunque los fantasmas de su trágica vida aún rondan el lugar.
Kateri Tekakwitha, que vivió en el siglo XVII y murió muy joven, a los 24 años, hará historia este año cuando el Vaticano anuncie su canonización.
Ningún otro “indio”, como se denomina incorrectamente a los primeros habitantes de Estados Unidos (y de América en general), ha sido santificado hasta ahora porla Iglesiacatólica.
Pero después de siglos de sufrimiento, caricaturizados o ignorados tras ser despojados de sus tierras, los aborígenes estadounidenses tendrán muy pronto la inusual experiencia de aparecer en la tapa de los diarios por una buena razón.
Cerca de Fonda, en un pequeño pueblo de unas 800 personas situado en el condado de Montgomery (centro del estado de Nueva York), se encuentra la capilla del santuario de Kateri, instalada en un granero de madera de 230 años de antigüedad, en el que se encuentra una gran pintura de la joven aborigen.
Una manta de estilo aborigen cubre el altar, pieles de ciervo cuelgan de las vigas del techo y hierbas sagradas como tabaco y salvia se secan en el suelo del establo, situado a orillas del río Mohawk.
Hay un crucifijo, por supuesto, pero también una pintura de un árbol y una tortuga, ejes de la leyenda de la creación del mundo según la tradición iroquesa.
Mark Steed, el fraile franciscano que cuida el santuario, dijo a la agencia de noticias AFP estar feliz de que los pueblos nativos estadounidenses reciban este impulso, después de más de treinta años de estar trabajando con ellos.
“Fueron sometidos, evitados. Por ello pienso que cuando se tiene un pueblo reprimido, cualquier estrella en su corona es algo positivo”, señala el padre Mark, un hombre de 71 años con voz suave y físico robusto.
Para muchos aborígenes estadounidenses, especialmente entre los mohawk y otras tribus iroquesas asentadas en la frontera canadiense-estadounidense, la canonización de Kateri debió haber llegado décadas atrás.
El Vaticano requería certificar un milagro de Kateri, por lo que sus seguidores enviaron decenas de “pruebas”: desde curaciones de enfermos hasta la levitación de un hombre, pasando por la aparición de Kateri vistiendo ropas confeccionadas con piel de ciervo.
Ninguno de estos relatos pasó la inspección dela Iglesiahasta que en 2006, un médico de Seattle (noroeste de EE.UU.) confirmó un sorprendente hecho.
Contra todos los diagnósticos médicos, un niño aborigen estadounidense de 11 años, enfermo de una bacteria carnívora, se recuperó completamente. Sus padres habían rezado a Kateri.
A pesar de que fueron necesarios otros cinco años, este milagro convenció ala Iglesiacatólica y el mes pasado el papa Benedicto XVI abrió el camino a su canonización, luego de que Juan Pablo II la beatificara en 1980.
Sus seguidores todavía no tienen una fecha precisa, pero ya están excitados. “Será una celebración de primera magnitud”, proclama la edición de enero de la revista del santuario de Tekakwitha.
La vida de Kateri encarna la desesperación y –para algunos– la semilla de la esperanza en aquellos tumultuosos años de la llegada del europeo a América del Norte y la colonización.
Según los relatos de jesuitas y la tradición oral, Kateri sobrevivió cuando tenía cuatro años a una epidemia de viruela introducida por los colonos, aunque quedó huérfana y casi ciega.
La siguiente calamidad que sufrió fue un ataque de colonos franceses y tribus aliadas que redujeron a las cenizas a su pueblo y que la obligaron a pasar la siguiente década en un nuevo caserío construido del otro lado del río Mohawk, en un bosque cerca de su actual santuario.
Kateri –cuyo nombre aborigen Tekakwitha significa en iroqués “la torpe” o “la descuidada”– fue bautizada allí cuanto tenía 20 años.
Condenada al ostracismo por su tribu a raíz de esto, huyó a un pueblo de aborígenes convertidos al cristianismo en lo que es actualmente territorio canadiense, donde pasó sus últimos cuatro años de vida ayudando a enfermos y viviendo una vida de extremo ascetismo.
Según la tradición, las marcas que le había dejado la viruela desaparecieron en el momento de su muerte.
En la vida de Kateri se mezclan la oscura historia de la conquista europea y el papel desempeñado por los aborígenes que adoptaron el cristianismo, y hay quienes la critican.
Para Tom Porter, un mohawk moderno que vive cerca del santuario, Kateri “fue utilizada” y contribuyó sin darse cuenta a la destrucción de su pueblo.
A diferencia de muchos de los mohawks actuales que se han convertido o no se interesan por alguna religión, Porter trabaja en forma activa para restaurar las antiguas creencias de su pueblo.
En una gran comida familiar, Porter, cuyo nombre aborigen es Sakokwenionkwas (“El que triunfa”), afirma que para los iroqueses la luna, el sol y el trueno son más importantes que los santos o los papas.
A su entender, no hay diferencia entre la expansión del cristianismo y las crueles políticas, entre ellas la asimilación forzada a través de la educación, instauradas por los diferentes gobiernos estadounidenses.
Porter admite que pocos mohawk están de acuerdo con su visión y que incluso en su familia hay devotos de Kateri.
Por su parte, el padre Mark si bien acepta que ha habido “terribles” pecados, está decidido a curar esas heridas.
Ambos se conocieron cuando Mark, llegó a Fonda hace un año y fue a golpear a la puerta de la casa de Porter.
Desde entonces, se encuentran seguido, aunque no estén de acuerdo en ciertas cosas.
“Es mi amigo”, dice Porter del padre Mark. “Cuando era chico, no había nadie que odiase los curas y monjas más que yo. Pero eso ya pasó. Todos mis enemigos se han convertido en buenos amigos”, concluye.