Fue un hombre sencillo y un marino de trabajo. Pero, en esencia, fue un patriota. Un hombre duro –como los mares que navegó–, a quien le calzaba como anillo al dedo aquel viejo refrán que pintaba a los marinos de antaño: “Si el barco es de madera, sus hombres deben ser de hierro”.
Miguel Luis Piedra Buena nació en agosto de 1833 en Carmen de Patagones, un lugar agreste que, entonces, marcaba el punto habitado más austral de la Confederación Argentina. Piedra Buena fue un hombre “de frontera” y la idea de asegurar las tierras y aguas de su país –que nadie sabía dónde terminaba– siempre ocupó el centro de sus acciones.
Sus biógrafos coinciden en que su infancia transcurrió como un alumno modelo y que llegó a la juventud entusiasmado con la fabricación de barquichuelos para navegar en el río Negro. Cuentan también que, en algunas correrías furtivas, se lanzaba aguas abajo para luego esperar durante días a que el viento le permitiera regresar a Patagones, junto a los suyos. En una de esas ocasiones, lo pudo hacer sólo merced a un milagro: un capitán estadounidense (Lemon) lo encontró náufrago, como a 20 millas mar adentro, sobre una balsa hecha con ramas de guindo. El episodio fue la bisagra que definió su futuro.
Lemon lo llevó a Patagones, obtuvo permiso de su familia y lo incorporó a su tripulación como grumete de su barco, que regresaba a Estados Unidos. Así, durante algunos años, Piedra Buena navegó por el Golfo de México, aunque cada tanto regresaba a Patagones. En una de esas ocasiones conoció Buenos Aires y trabó amistad con otro marino estadounidense, el capitán Smiley, que se convirtió en el maestro del oficio al que le dedicaría su vida: la cacería de lobos marinos en el Atlántico Sur.
Hacia 1849 ocurrió un hecho que lo pinta de cuerpo entero. Estando en la isla de los Estados, la marea trajo a la playa los restos de un barco y el joven oficial (lo habían nombrado con 16 años) decidió internarse en el mar para regresar luego con 14 náufragos rescatados de una muerte segura. Su mentor lo nombró como primer oficial de la goleta “Zerabia”, que solía triangular entre las Malvinas, Tierra del Fuego y las islas al sur del Beagle. En uno de esos viajes llegó hasta la Tierra de Graham, con lo que Piedra Buena se convirtió en el primer argentino en pisar la Antártida.
Hasta Hornos
Smiley se lo llevó otra vez a Estados Unidos para que el chico pudiera perfeccionar sus conocimientos en una escuela de náutica. Vivió en Nueva York un año y tomó contacto con lo último de la industria naval: el motor a vapor. Y luego volvió a los mares patagónicos ya convertido en capitán.
En 1859 remontó unas leguas el río Santa Cruz y en ese lugar estableció su hogar y su base de operaciones: isla Pavón. Allí, en un mástil siempre arqueado por el viento, ondeaba la única bandera argentina existente en toda la Patagonia. Es que Piedra Buena era la única presencia de un Estado cuyo límite real entonces apenas rozaba la boca del río Negro. Más aún, casi se podría decir que en esas regiones “él era el país”.
Consolidada su situación económica, en 1860 le compró el Nancy a su amigo Smiley y lo rebautizó como Espora, en honor al heroico marino de la guerra de la Independencia y de la guerra contra el Brasil. Al mismo tiempo, construyó en isla de los Estados un pequeño refugio permanente que dejó al cuidado de hombres de su tripulación.
Mientras cazaba lobos y ballenas, Piedra Buena exploraba y levantaba mapas. Mientras la Argentina se deshacía en la guerra civil, él recorría las islas Wollaston, Ermita y Hornos. Allí, en la roca del cabo que marca la divisoria entre los dos océanos, grabó dos frases: “Aquí termina el dominio de la República Argentina. En la Isla de los Estados (Puerto Cook) se socorre a náufragos; capitán Luis Piedra Buena. 1863”.
Una voz casi siempre ignorada
Hay que decirlo: durante años, buena parte de los políticos de Buenos Aires desconfiaron o, directamente, ignoraron a Piedra Buena. Se decía que quería explotar a los indios; que se dedicaba a traficar patentes de caza fraguadas o que rapiñaba los restos de los frecuentes naufragios de la zona. En habladurías, incluso quedó convertido en “espía”, luego de haber establecido una fábrica de aceites en Punta Arenas. El marino se limitó a continuar en su camino y a contestar sólo con la tozudez de los hechos.
El mapa mental de Piedra Buena era clarísimo y todos sus movimientos estuvieron regidos por él: la Argentina era dueña de la mitad oriental del estrecho de Magallanes, la mitad de Tierra del Fuego y de todas las islas ubicadas al sur de ella, hasta el cabo de Hornos. En uno de sus viajes por el estrecho, llegó a la bahía San Gregorio y allí trabó amistad con el cacique Biguá. Su intención era ganar la confianza de los indios para prolongar su lealtad a la Nación.
Sin que nadie se lo pidiera, llevó al cacique a Buenos Aires para ponerlo en presencia del gobierno, que lo designó cacique de San Gregorio. Por primera vez en su vida, Piedra Buena recibió una recompensa oficial: el despacho de “capitán honorario sin sueldo”, y se le encomendó la tarea de exploración del río Santa Cruz. Dejó a su esposa en Punta Arenas y con su nave sirvió de apoyo a la expedición de Gardiner, que levantó un mapa del río hasta sus nacientes. Fue allí que se supo de la existencia del lago Argentino.
Como resultado de esa exploración, Piedra Buena subió otra vez a Buenos Aires para pedir una guardia militar de 20 hombres y un faro en la bahía de San Gregorio (sobre el estrecho), ya que Chile se aprestaba a la ocupación total de la vía interoceánica. El material fue embarcado, pero nunca pudo obtener la pequeña guarnición con la que le insistía al presidente Sarmiento.
Cansado de esperar, sin recibir remuneración alguna, puso proa al sur otra vez. A causa de un temporal no pudo instalar el faro y debió dirigirse a Punta Arenas, donde el gobernador chileno lo instó a que “se abstuviese de cumplir sus propósitos”. Con el desenlace de este episodio, dejó escrito: “Estos sacrificios no sé adónde me conducirán. Yo no aspiro a nada, sólo quiero tener en mi conciencia la satisfacción de haber cumplido como el más honrado de los argentinos”.
La hora de la verdad
En 1874, Piedra Buena y sus conocimientos de las costas australes se convirtieron entonces en colaboradores insustituibles a la hora de asesorar en las cuestiones limítrofes con Chile. Félix Frías, que en un principio lo denostaba, debió pedirle “todos los datos posibles sobre la Patagonia Austral, Tierra del Fuego e islas adyacentes¨.
La aparición de barcos de guerra trasandinos en la zona no tardó en suceder. Frente a las costas de Santa Cruz, una cañonera apresó a una nave estadounidense y la condujo a Punta Arenas. Como respuesta, se alistó a la escuadra comprada por Domingo Faustino Sarmiento. También allí estuvo presente Piedra Buena, como comandante de la Cabo de Hornos que, en la ocasión, sirvió como transporte de hombres, carbón y víveres. Recién entonces, después de que el hombre navegara el Atlántico Sur por más de 20 años, el gobierno nacional entendió la necesidad de establecer una línea de comunicación regular con el extremo sur, como una manera de asegurar la presencia del Estado.
Con una subvención del gobierno, la misión la llevó a cabo el propio Piedra Buena al mando de la goleta Santa Cruz. El primer viaje tocó la colonia galesa (Chubut), Deseado y Santa Cruz, llevando a bordo al joven perito Francisco Moreno, que preparaba una expedición a la región de los lagos. Al regreso de este viaje, Avellaneda finalmente premió sus esfuerzos con el grado de teniente coronel. Los beneficios logrados fueron sensibles. Al cabo de dos años y una expedición científica completa –dirigida por el italiano Giácomo Bove–, se levantó un faro en la isla de los Estados y se crearon subprefecturas en los todos puertos del sur.
Después de 35 años de esfuerzos solitarios, le llegó la hora del reconocimiento. Fue tarde. Condecorado finalmente por la Sociedad Geográfica Argentina, la vida, sin embargo, no le permitió disfrutar del resultado de décadas de trabajo anónimo al servicio del país. Estaba ocupado en una nueva travesía para la instalación de nuevos faros cuando enfermó de gravedad y murió. Era el 10 de agosto de 1883.
Antes que él, nadie sabía –ni había visto con sus propios ojos– hasta dónde llegaba la Argentina.