Dúctil, casi como un saltimbanqui del cine, en sus relatos fílmicos y desde los inicios de su carrera, Martin Scorsese trabaja temáticas disímiles, muchas veces en las antípodas unas de otras, aunque cierto es que tuvo algunas preferidas como las que retrataban paisajes y personajes de la mafia italonorteamericana. Luego de La isla siniestra, ese thriller intenso con el que bucea en las profundidades de la mente y donde retoma algo de su mejor época después de algunos biodramas algo fallidos, en La invención de Hugo Cabret (título nacional errado si los hay, ya que el personaje que lleva ese nombre no inventa nada) acomete una senda recostada en lo fantástico y en el guiño dickensiano –su estreno se da cuando todo el mundo, incluida la capital argentina, conmemoró en estos días los 200 años del natalicio del insigne escritor inglés– para narrar una historia que puede verse como una declaración de amor al universo del cine y como un relato de aventuras al mismo tiempo, y donde toma al francés George Méliès como figura señera que descubre al mundo ese ámbito mágico y onírico de las películas donde, qué duda cabe, todo es posible.
Como se sabe, Scorsese es uno de los que más hizo por el rescate de films históricos y de trascendencia universal, para su reacondicionamiento y salvaguarda –para lo cual creó una Fundación que se dedica a esas tareas–, y en La invención de Hugo Cabret (cuyo original es Hugo) puede verse algo de ese apasionamiento, no sólo en los fragmentos originales de films del mismo Méliès y de la etapa muda, sino en el carácter y arquetipos que adquiere el relato: niños huérfanos, injusticias, equívocos, desencuentros y finalmente redención y reparación de daños morales.
Favorita a los Oscar 2012 con once nominaciones –incluidas las de mejor película y director–, La invención… fue hecha en 3D y podría decirse que Scorsese tuvo buen tino al optar por primera vez por este formato; la exhuberancia de la fantasía queda aquí plasmada de un modo efectivo potenciando las sutiles arbitrariedades que su mente imaginó. Basada en una novela gráfica con el estatus de best-seller escrita por Brian Selznick, La invención… cuenta la historia –ambientada a principios de los años 30 del siglo pasado– de un niño que vive en los altos de la terminal de trenes de Montparnasse reparando y manteniendo en funcionamiento los enormes relojes que marcan las horas de la agitada vida de estación. Luego de la muerte de su padre, un relojero e inventor que lo introdujo en el oficio, el niño queda desamparado y encuentra en ese sitio –al que fue llevado por su tío, un empedernido borrachín– su hábitat natural. Debe sobrevivir como puede y para eso no le hace asco a pequeños arrebatos de atractivas medialunas o pequeñas botellas de leche. Al mismo tiempo Hugo, que así se llama el niño, intenta hacer funcionar una especie de robot que su padre había encontrado arrumbado y que estaba reparando cuando muere presa de un incendio. Para Hugo, hacer funcionar a esa “criatura” es una forma de no estar tan solo en el mundo y, a la vez, de “mostrar” a su padre que es digno del oficio legado. Pero entre lo que falta para hacer funcionar a esa especie de autómata hay una llave que el pequeño trata de hallar a toda costa.
De este modo surge su contacto con un anciano malhumorado que tiene una juguetería en la misma estación con el que comenzará a relacionarse, al principio de un modo brusco y luego –a través de una niña también huérfana que tiene al juguetero como padre-tutor–, en la forma que lo llevará a ir descubriendo qué es lo que hay detrás de la criatura que él trata de animar. Otros personajes con diversos matices van enriqueciendo la trama, como el vigilante que apresa niños que vagabundean por la estación, veterano de la Primera Guerra y con una pierna mecánica que le falla en momentos clave de su andar, un insensible que ocupa el lugar del villano de turno –algunos de los momentos con más humor, y no hay pocos, tienen a este personaje y a su perro doberman como motivo principal–.
A poco de andar el relato –y si se cuenta con información previa ya se deduce– se devela que el viejo juguetero no es otro que el otrora gran ilusionista e inventor, el llamado gran mago del cine, Georges Méliès, al que la historia oficial suele relegar a un segundo lugar atrás de los Hermanos Lumière, mientras que este francés será el primero que descubra el “sentido último” de las películas, es decir, su carácter intrínseco de ensoñación en movimiento, y aquí La invención… grafica con todos los recursos al alcance, casi en forma reivindicatoria, que fue Méliès el que concibió el cine como se lo entiende hasta el presente, como el lugar donde no hay imposibles y como un arte con su propio peso específico.
A medio camino entre los datos reales acerca de ciertos momentos en la vida de Méliès y otros generados por el espíritu imaginativo de Scorsese –habría que ver cuán deudor es de la novela original–, que sin duda es prolífico, el relato se sustancia como una fábula riquísima en situaciones –la secuencia del tren descarrilando y atravesando el hall central de la estación es simplemente magnífica– que apuntan, finalmente, a equiparar las penurias que los personajes vinieron sufriendo a lo largo de sus vidas, como el hecho insoslayable de que el verdadero Méliès sólo fue reconocido como un gran creador apenas poco antes de su muerte. Una genial descripción y potenciación de los valores artesanales de la creación –los mecanismos de relojería, los artificios que hacen mover al autómata, el armado de los antiguos proyectores de cine– inundan un relato que remeda los momentos de deslumbramiento que produce el cine en su primera visión –se reproduce también el fragmento de Llegada del tren a la estación, de los Hermanos. Lumière y otros cortometrajes pioneros y emblemáticos–, en este caso en la mirada azorada de los pequeños huérfanos cuando entran a hurtadillas a un cine de barrio; igual que otra serie de guiños cinematográficos, como cuando el niño huye de su perseguidor y reproduce la escena de un film con Harold Loyd colgado de un reloj en lo alto de un edificio que los protagonistas habían visto justamente en el cine mencionado.
Apartada del habitual destino adulto que tienen sus películas –es en verdad un bellísimo relato que no dejará indiferentes a niños y jóvenes– en La invención… Scorsese rinde culto a su cinefilia y al mismo tiempo pone de relieve cómo se valió de técnicas digitales de última generación para dotar, si cabe, aún con más magia a un relato ya de por sí pródigo de tintes fantásticos y épicos, componentes cuyo acertado uso definen una gran aventura.