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Penosa agonía de las lenguas

Por: Ruben Adalberto Pron

Millones de años de evolución debe haberle llevado al ser humano descubrir que mediante la articulación del habla, esa capacidad natural de emitir sonidos, podía modular la voz, gritar, susurrar, gemir, expresar alegría, miedo, euforia, ira y otros estados de ánimos. Otro tiempo similar le habrá demandado construir el habla, ese diseño cultural que transformó la comunicación en algo más que un intercambio de gruñidos y permitió pasar de la manada a la organización social dejando atrás el estado animal, desarrollando la posibilidad de pensar y permitiendo al hombre tomar conciencia de su singularidad como especie.

Esto habrá ocurrido después, mucho después de que bajara de los árboles, se irguiera para caminar sobre sus extremidades inferiores liberando las manos para otros menesteres y elevara la mirada a otros horizontes y posibilidades para conformar esos grupos errantes que, según se afirma, salieron de África para poblar el mundo.

El vocablo que disparó este proceso, seguramente un monosílabo, quizás haya sido “¡urk!”, que con el tiempo sería “¡vamos!”, “go!”, y sus traducciones en nahuatl, mandarín, inuit, laosiano, urdu, afgano y en cada lengua que se hable en el rincón del planisferio en que, con los ojos cerrados, pongamos al azar un dedo.

La palabra permitió transmitir el conocimiento, fortalecer la identificación, reconocer al otro y establecer la familia, la comunidad, la aldea. Cuando las comunidades se asentaron se abrió otro proceso, el de la palabra escrita, que consolidó las lenguas y las regimentó, facilitando su comprensión, su continuidad, su aprendizaje y su traducción. Es que, aislados en un planeta que todavía era demasiado grande, los grupos humanos que se iban diferenciando a medida que se alejaban unos de otros también construían sus propios idiomas, las lenguas que los identificaban y que en un mecanismo de simbiosis e interacción también modificaban sus formas de percibir, analizar, interpretar y transmitir, lo que con el tiempo nos daría la maravillosa diversidad de que se compone la Humanidad.

Esta aventura, desarrollada en el tiempo, permitió afirmar las particularidades culturales que identifican a cada pueblo. Comprender una lengua es comprender a la gente que la habla, y dominarla es poder expresar con ella los sentimientos, no sólo las cosas. En eso reside el misterio y sobre todo el valor de la multiplicidad de los idiomas en que se expresa el hombre.

La comunidad universal es un mosaico. Está hecha de la suma y no de la unicidad. Requiere de la trama que enriquece pero sufre el embate prepotente de quienes proponen, en nombre de lo práctico, imponer unas pocas lenguas –y una en particular– que nos resulten comunes a todos.

La perdurabilidad de cada lengua requiere una masa crítica. Una cantidad de hablantes (que los expertos calculan en cien mil) y un entorno geográfico y cultural que la haga sustentable. Los desplazamientos poblacionales que redundan en comunidades inmersas y condicionadas por el medio en el que se reinsertan al punto que necesitan mimetizarse con el mismo para sobrevivir atentan contra la preservación de la cultura que identifica a ese grupo humano y de la lengua que habla, pilar fundamental de la cultura que le dio origen.

Así, por ejemplo, desapareció con Ángela Loij, que vivió en Río Grande hasta 1974, la última persona que hablaba la lengua selknam, de los también llamados onas, una de las dos etnias que pobló la Tierra del Fuego. De los yaganes, la otra parcialidad austral, la única sobreviviente que todavía conserva la lengua ancestral es Cristina Calderón, quien vive cerca de Puerto Williams en la chilena isla Navarino. Y más cerca, entre nosotros, ¿cuántos de los qom radicados en Rosario pueden hablar y escribir en su idioma y transmitirlo para que no se extinga?

En América latina, aparte del castellano y el portugués, se hablan todavía más de quinientas lenguas aborígenes. ¿Por cuánto tiempo más?

La Unesco, en un informe de estos días, indicó que la mitad de las seis mil lenguas que se hablan en el mundo están en peligro de desaparecer. Se pierden al ritmo de una cada quince días, a una velocidad que se incrementa dramáticamente año tras año.

Entre otras, una de las causas de esta grave erosión del patrimonio cultural de la humanidad es “la mediatización global en las lenguas predominantes”. Leer en las vidrieras de Rosario “sale off” en lugar de “liquidación” resulta un ejemplo más que elocuente de esta afirmación.

Que el mundo se haga uno a través de las actuales facilidades que ofrece la tecnología podría ayudar a eliminar muchos desequilibrios y a comunicar mejor a quienes habitan el orbe. Pero hay una diferencia entre habitantes y personas. Pasa por la diversidad que nos hace únicos y se expresa en una multiplicidad lingüística que día a día es puesta en jaque.

Hoy, en el Día Internacional de la Lengua Materna, proclamado por la Unesco en 1999 para promover el multilingüismo y la diversidad cultural, es bueno detenerse a pensar en ello.

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