Eliminar el filtro: de eso trata lo contingente. Pasar sin escalas del frío al calor, del día a la noche, de la actividad a la quietud, del grito al silencio. Sin escalas, sin cuerdas, sin termómetros que midan la temperatura del cuerpo y del alma. Lo contingente no se anuncia ni espera ser llamado, está ahí, al acecho. Cuando quiere aparece, cuando desea ocurrir, ocurre.
Día de bochorno en el Hemisferio sur, los últimos del verano que se va, en una ciudad con contornos de río que descarga su creciente en camalotes y vertientes tropicales. El calor aprieta esta tarde, ensordece, agota. La tormenta veraniega se anuncia sin decidirse a someternos, sin volcar sobre los cuerpos ardientes la frescura del agua.
Subo y bajo del auto tratando de no dejar cosas pendientes, inmutable ante las oleadas calientes que suben del asfalto, ante el maltrato proveniente de otros coches, ante mi cuasi desvanecimiento cada vez que salgo del interior del coche refrigerado y me sumerjo entre los cuerpos somnolientos, transpirados, ansiosos por atravesar la marea humana.
Día caliente de enero en mi ciudad. Sin embargo los trámites acumulados requieren decisión y autonomía. Miro de frente a la cajera que me cobra los impuestos, ella me mira de soslayo, y sella con profesionalismo cada uno de los papeles que le acerco.
Subo nuevamente al auto y paso por el mecánico para que revise las luces. Me dice que hoy no, que vuelva mañana. De paso le pregunto por un repuesto. Dice que, si lo compro, lo coloca. Volveré mañana entonces con repuesto y coche. No dejo que me asombre el presupuesto. Saco rápidas cuentas mentales para decidir si mi sueldo de este mes absorbe la cifra o si debo dejarlo para el próximo… Me respondo que sí con algunos ajustes. Ok, volveré mañana.
De ahí al supermercado. Por suerte encuentro respiro entre las góndolas de embutidos y lácteos que transpiran un poco más que yo. El carrito agota sus esfuerzos por deslizarse, sutil, entre latas y botellas. La tormenta que no llega se anuncia con nubes opacas y yo me pregunto para cuando…
Volví a casa con la satisfacción del deber cumplido cuándo aún la contingencia no se había presentado, cuando todo estaba en su lugar, ordenado, vacío…
Bajé del auto por última vez, coloqué la llave en la cerradura y sentí el tirón. Sentí el tirón en la cartera y supe que la había perdido. En ese mismo instante supe que esta vez me ganarían la partida.
Igual peleé (porque suelo hacerlo), me aferré a ella con más fuerza que nunca, apreté los dientes y resistí todo lo que pude mientras brotaban de mi boca (no, de mi boca no, de mis entrañas, de mis huesos, de mis vísceras y mis cabellos) los insultos más groseros que me pasaron por la mente. Al tercer tirón el bolso cedió, o quizás aflojé el brazo, o paré de insultar para tomar aire, o simplemente venció su fuerza sobre la mía, cedió, cedí… y lo vi salir corriendo.
Durante un segundo accedí a la impresión grotesca de su andar torpe llevando mi bolso femenino y casi me da un ataque de risa. La imagen de un pibe grandote con remera a rayas corriendo desmañadamente con una cartera de mujer bajo el brazo tiene un cierto vestigio de vodevil, extraña mezcla, un tanto cándida, genuinamente tierna.
Lo vi salir corriendo y fui detrás de él gritando que me devolviera los documentos. Hizo un gesto, intentó parar, abrir el bolso y fijarse, pero un colega que lo esperaba en una moto lo apuró y se dejó envolver por el ruido de motores rugientes, mordiendo la siesta, desgarrando ráfagas calientes de barrio somnoliento.
Me volví caminando sin decoro, sin cartera, sin dinero, sin documentos ni celular ni anteojos nuevos ni viejos, sin papeles recordatorios con leyendas que acumulo en particular desorden pero que a mí me sirven, sin honor y sin conciencia aún de las molestias que ocasionaría la contingencia.
Entré a casa simplemente masticando bronca, con un sentimiento de violencia hacia el despojo, pensando “¿pero cómo se atreven?” y deseando que en su carrera se les atravesara un caballo desbocado o un retrasado reno navideño sin Papá Noel, o que se resbalaran con las vísceras de cualquier animal herido, o con una miserable cáscara de banana y cayeran. Deseando un castigo, postulando imaginariamente alguna ley inmanente que me beneficiara, que justificara el mal momento y me redimiera.
Pero ni el cielo ni la tierra se conmovieron; me dejaron atravesar sola mi propio cataclismo de emociones y me volvieron la espalda.
Me serví un vaso de agua, uno, dos tragos, el primero amargo, el segundo se sintió más fresco, otro más. Miré por la ventana de la cocina: ninguno de los ladrones estaba volviendo arrepentido de su acto, y me eché a reír.
No fue una risa franca, sino esa media sonrisa irónica que me sale cada vez que me pesco “in fraganti”, centrada en un estado de búsqueda egocéntrica.
Y, aunque no se pueda creer, ese pensamiento me puso en consonancia con el cosmos (supongo que de algún modo hay que llamar aquello que no logramos conocer), y me advertí punto al lado de otros puntos, átomos en permanente movimiento, orden y caos interno y circundante, contingencia y promesas autoformuladas, todo en un solo paquete.
Y sobre todo, mirando hacia atrás, hacia el rato nomás que ya era pasado, viendo lo blanco y lo negro, el amor en las acciones y quizás también la furia, las ganas, el desconcierto, vi que el dolor tampoco podía estar ausente de mi programa diario.
No sería la vida, me dije, no sería.