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Un final largamente esperado

Cuando aún se oyen los ecos de multitudinarias voces de repudio recorriendo las calles de Rosario en el trigésimo sexto aniversario del golpe, está llegando al final uno de los juicios más importantes del país.

Cuando todavía se escuchan los ecos de  multitudinarias voces de repudio recorriendo las calles de Rosario en el trigésimo sexto aniversario del golpe cívico-militar de 1976, está llegando al final uno de los juicios más importantes de cuantos se vienen realizando en nuestro país. Se trata del primer juicio que aborda  lo sucedido en el que fuera el principal centro de exterminio de nuestra provincia y, sin lugar a dudas, uno de los más importantes del país: el Servicio de Informaciones de la Jefatura de Policía de Rosario, bajo la intervención del comandante de gendarmería Agustín Feced. Quienes conocimos la intimidad de aquella historia, desde hace décadas venimos sosteniendo que el grueso de la represión dictatorial en nuestra zona pasó por ese centro, que más del 90 por ciento de los hombres, mujeres, niñas y niños nacidos y por nacer secuestrados en Rosario y sus alrededores éramos llevados escaleras arriba, en la fatídica esquina de Dorrego y San Lorenzo, hasta las salas de tortura donde mediante los más sofisticados instrumentos de terror  buscaban, sin conseguirlo, bajarnos de nuestra condición humana, para luego conducirnos a la muerte, a otros centros clandestinos o a interminables presidios  a los que, en un abuso  del lenguaje y con la complicidad de funcionarios y magistrados judiciales, llamaban “cárceles legales”.

El Tribunal Oral N° 2 fijó el día de hoy a las 12 horas para comunicar el veredicto del Juicio contra Díaz Bessone, Lofiego, Marcote, Scortecchini, Vergara y Chomicki  por detenciones ilegales, homicidios y tormentos, más asociación ilícita, todos agravados. Después de veinte meses de un debate que comenzara el 11 de julio de 2010 –debate que increíblemente no contó durante su transcurso con la presencia de ningún funcionario nacional– los seis represores imputados oirán el veredicto de los jueces.  Se trata de la primera parte de la mega-causa Feced que subió a juicio oral (mientras el resto tramita en primera instancia), e incluye los delitos cometidos por el Estado terrorista contra noventa y tres víctimas. El imputado que tiene el honor de dar su nombre a este tramo del proceso es ni más ni menos que quien fuera comandante del Segundo Cuerpo de Ejército hasta finales de 1976 y sin lugar a dudas uno de los cuadros más lúcidos de la última Dictadura, a la que aportó luego como ministro de Planeamiento nacional: el por entonces general Ramón Genaro Díaz Bessone.

La masa probatoria ventilada en las audiencias es abundante, sólida e irrefutable, no tiene fisura y acredita muchísimos más delitos que los 93 juzgados. Entre otras cosas, da por tierra definitivamente con las pretensiones defensistas… y otras… de discriminar acciones “del Ejército” de acciones “de la Policía”, legando una radiografía del accionar conjunto que a esta altura nadie puede seriamente cuestionar. Unos ciento cuarenta testigos –la mayoría sobrevivientes– brindamos nuestros relatos, aportando cada uno su fragmento del horror protagonizado en aquellos años, afrontando la cuota de sufrimiento que tal rememoración conlleva, con el mismo compromiso que en los peores años nos permitió filtrar clandestinamente las informaciones través de los muros y las rejas. Varias decenas más de testimonios entraron por lectura, por muerte o enfermedad grave de quienes habían testimoniado en instancias anteriores. Recordemos que la causa Feced comenzó en enero de 1984 (cuando, ni bien instalado el primer gobierno democrático, una veintena de sobrevivientes del Servicio de Informaciones, patrocinados por abogados de organismos de derechos humanos, presentamos el primer escrito que abrió la investigación de los no menos de dos mil crímenes perpetrados por las patotas de Feced, principal punta de lanza del Terrorismo de Estado en nuestra zona), sufrió los avatares de la impunidad, las leyes de Punto Final y Obediencia debida, los indultos, y  se reabrió en el año 2004, cuando al empuje incesante de sectores cada vez más amplios se sumó la decisión política del gobierno nacional.

En sus alegatos, los defensores no pudieron negar los hechos denunciados, ni aportaron nada digno de mención, como no sea su intento de desacreditar a los testigos, por una u otra vía. Uno de ellos trató de negar entidad a los recuerdos de los sobrevivientes, esgrimiendo teorías sobre recuerdos falsos o direccionados por los organismos de DD.HH., sin advertir que  si el amedrentamiento y la capucha no hubieran fracasado en su búsqueda de ocultamiento absoluto, ningún juicio contra el terrorismo de Estado sería hoy posible. El defensor de Díaz Bessone, empeñado en eximir a su defendido del peso de la ley, incapaz de defender lo indefendible, echó mano de interminables argucias dilatorias destinadas a establecer que el viejo general no se encontraba en condiciones de comprender una sentencia… En algunos casos cometieron la torpeza de hacerse eco de las versiones encubridoras de los dictadores, pese a la expresa directiva del Ministerio Público de la Defensa de que los defensores oficiales del gobierno democrático reconozcan el Plan Sistemático. Tal el caso del defensor de Lofiego queriendo resucitar la desacreditada patraña de la fuga de mi querido compañero Oscar Manzur… ¡Todavía!!!

Las palabras finales de los imputados recayeron en lo de siempre. Descolló Chomicki, el civil acusado por más de veinte testigos de integrar junto a Nilda Folch (su novia de entonces, actualmente prófuga) las patotas de Feced. De hecho, la pareja contrajo nupcias apadrinada por el mismísimo Feced. Extensas,  sus palabras finales ensayaron una especie de alegato paralelo  en el que no se privó de enlodar a unos cuantos sobrevivientes acusándolos de delatores, basándose en documentos extraídos del archivo de la  época. Los mismos documentos que el fiscal Gonzalo Stara impugnó a lo largo de todas sus intervenciones en el juicio,  demostrando cómo, con todos esos registros intencionalmente falsos, se buscó legalizar procedimientos que eran ilegales de punta a punta. Paradójicamente, en  su desesperación por defenderse de la abundante prueba en su contra, Chomicki  se consolidó en un lugar subjetivo claramente diferenciado del discurso profundamente verdadero y conmocionado de las víctimas,  a las que atacó sin ningún freno. Mención aparte merece el desprecio con el que se refirió a don Generoso Ramos, el hombre que lo alojó en su casita de la villa sin sospechar que le estaba tendiendo una trampa que lo llevaría horas más tardes, a él y a su hijo Juan Carlos de quince años, a la camilla de torturas. Don Generoso murió, pero su dignidad, al igual que la del Gurí, su hijo, hombre ahora, se mantiene intacta.

Tantas palabras restan por decirse, tantas emociones afloran… Valgan estas  pocas líneas  que buscan suscitar en cada lectora o lector evocaciones y  reflexiones propias, surgidas de su propia implicación en esta historia.

 

(*) Psicoanalista, profesora de la UNR, sobreviviente, testigo y querellante

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