Por Miguel Passarini
Tomar conciencia de la finitud, llegar a un destino que quizás no es el deseado pero habiendo sido fiel a los sentimientos, y un circo, cuya recoleta trastienda es la excusa perfecta para reconstruir las instancias de un viaje en el que la vaguedad se vuelve todo un signo. Es China, París, Venecia o la Argentina, qué más da si en escena irrumpe un clown (un actor, narrador, performer) extraordinario que viene a desandar su historia de amores contrariados, pérdidas y hastíos.
Detrás de la risa está la tragedia, ya se sabe. Es que Finimondo es un espectáculo de clown trágico, porque dista bastante del humor blanco que le da origen. En el se revelan los avatares de un clown que apenas comenzado el espectáculo trasciende los lugares comunes de una estética compleja y muchas veces “maltratada”, para pasar a un estado en el que la complicidad con el público, el humor absurdo y los irremediables ribetes funestos de lo que se cuenta son los soportes por los que transita su inclasificable pero irresistible propuesta.
De este modo, quedó demostrado que el actor, dramaturgo, director y clown marplatense Toto Castiñeiras, que el viernes último pasó por la sala Lavardén con Finimondo invitado por el Ministerio de Innovación y Cultura de la provincia, es mucho más que “el argentino de Quidam”, elogiado trabajo de la compañía canadiense Cirque du Soleil, para la que trabaja desde 2004.
Finimondo es su rutina personal y singularísima, creada en 1999 y en constante cambio, en la que, además, brillan el vestuario de Renata Schussheim, la escenografía de Amadeo Azar, las luces de Omar Possemato, las máscaras de Claudio Gallardou y los muñecos de Giancarlo Scrocco.
Allí están condensados algunos de los aspectos que hacen a la estética del clown pero desde la óptica de un actor que puede jugar con la tragedia, aquietar lo gracioso y poner en primer plano cierta oscuridad por la que siempre transita el payaso, haciendo equilibrio sobre esa delgada línea que implica el desafío de correrse de lo probado o de lo que “da resultado”, para adentrarse en otra cosa, donde el riesgo es uno de los signos fundantes.
Toto llega al circo y a poco de comenzar la función, por una serie de situaciones fortuitas y hasta mágicas, toma conciencia de un engaño. Otros personajes, como Rosita o Batata, irán “apareciendo” de un singular “retablo”. De todos modos, quizás ni estén allí, quizás sólo sean parte de la frondosa imaginación de Toto, que desde su soledad narrará con tristeza y hasta con aires de ingenua venganza aquello que la vida le ha reservado como infausto destino, mientras se vale de los recuerdos de un tiempo pasado y de gloria en la arena del circo.
Si algo puede definir (sin intentar rotular) la propuesta de Toto Castiñeiras es la capacidad de construcción de un espacio escénico-narrativo al que llena de talento y que no se parece a nada, en el que cohabita con sus personajes. Tomando elementos (detalles) de algunas tragedias clásicas, pero sin perder de vista el particular registro de humor que lo caracteriza, más allá de su impronta cercana a la de los payasos de la Europa del este de comienzos del siglo pasado, en Toto parecen convivir, como en un tango, esos clichés que hacen al despecho y al fastidio.
Valiéndose, además, de un humor eminentemente físico que no reniega pero que tampoco alardea de la destreza, algo de su propuesta está librado al “aquí y ahora”, al acontecer en la platea con la que juega todo el tiempo, pero también desde la palabra. No sólo el silencio y las acciones singularizan Finimondo. El “desbarajuste” al que alude el título lleva, irremediablemente, a un final en el que la risa queda a un lado, y como en el trágico Lago de los cisnes, de Tchaikovsky, el cisne soñado y amado se “esfuma” justo en el momento en el que el circo pone en marcha, una vez más, su repetida rutina cotidiana. Porque, como pasa en la vida real, el final de todo puede llegar en un segundo.