Grecia tiene un plan B. Estados Unidos, también. La zona del euro, peligrosamente, no. Debería, pero no es el caso. Tiene todavía un mes para meditarlo. Más le vale llegar a las elecciones de Atenas, previstas para el próximo 17 de junio, con una buena estrategia alternativa, y no sólo con un capote de lluvia en mano.
Grecia tiene un plan B, y es saltar al vacío. Repudiar el memorando de octubre firmado con la Unión Europea y el FMI, renegar de los ajustes, las privatizaciones y las reformas allí acordados y, si el destino lo quiere, quizás poder permanecer en el euro. Pero no hay garantías de que será así. Más bien, todo lo contrario. La amenaza rotunda de Europa es que renunciar al camino de austeridad trazado a fines de octubre no sólo involucra la suspensión automática de la asistencia crediticia, sino también la expulsión de Grecia del área de la moneda común.
Decisión
Los votantes griegos deberán decidir si mantener el rumbo actual, o escoger la vía expeditiva del trampolín. ¿Serán ellos, el 17 de junio? ¿O se les adelantarán los depositantes? La fuga de recursos podría secar a la banca de Atenas mucho antes, y precipitar un derrumbe. Así, a la hora de pronunciarse en las urnas, el plan A podría ser –en los hechos– una pretensión inalcanzable. Acaso, puede uno preguntarse, ¿su cumplimiento cabal no es ya una auténtica utopía?
De la voluntad de Europa depende –en mucho– cómo se resolverá esta encrucijada. Mientras Grecia esté conectada al respirador del eurosistema, la banca llegará, maltrecha, pero llegará, a la fecha estipulada para la votación. Europa, si también lo desea, puede mejorar el perfil del plan A de Grecia aceptando de antemano la posibilidad de renegociar su contenido y de suavizar las metas que exige. Como –a lo largo de toda su campaña– argumentó Antonis Samaras –el líder del partido Nueva Democracia (y exiguo vencedor de los comicios de dos semanas atrás)–, pero sin exponer ninguna evidencia concreta que lo respaldara. Como lo sugirió Charles Dallara, el hombre fuerte del Instituto de Finanzas Internacionales, y quien representó a los bancos del mundo en la reciente reestructuración de la deuda griega en manos de acreedores privados, y ahora ve con horror que lo espera otra sesión en el potro de tormentos. Hacer más atractivo el plan A de Grecia –de cara a las elecciones– podría ser el plan B de la eurozona, pero no hay ninguna voz oficial que lo admita. La postura pública que prevalece es de una pétrea rigidez. Ayer, la remarcó el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Barroso: “No habrá cambios en los compromisos suscriptos. Son los griegos los que deben decidir si quieren mantenerse en el euro”.
Sólo un tercio del electorado helénico votó por aceptar el memorando con todo su rigor, y conservar los pies en el plato. La mitad, o un poco más, lo hizo en contra. Aunque apenas uno de cada cinco ciudadanos se expresó categóricamente por abandonar el euro. La combinación preferida por la mayoría –moderar el ajuste sin salir del euro– no está contemplada en el menú que ofrece Bruselas. Pero la Izquierda Radical –la alianza Syriza que ahora encabeza las encuestas– agita confusamente esa bandera. Su líder, Alexis Tsipras, tiene todo el momentum a su favor. Por eso bloqueó cualquier posibilidad de sus contrincantes de armar un gobierno de transición. Si se impone el 17 de junio, debería tomar las riendas de Grecia, renegar del memorando (pero no del euro) y saltar al vacío. Y, en ese caso, comprobará si la prescindencia de la eurozona es un bluff. O no.
Si eso ocurre, quien haya leído ayer las minutas de la última reunión de la Fed sabe que Washington responderá con un cañonazo de estímulo monetario adicional. No es el mejor momento para sufrir un percance: la política fiscal está clausurada con candado, y mucho más en la rampa de despegue de la campaña presidencial de noviembre. Pero el banco central se ocupará de hacerle frente. Tiene el asunto bajo monitoreo de su radar (mucho antes de que se celebraran los comicios de Grecia y de Francia) y sobre todo posee la convicción de que no bastará con mantener la política monetaria en su estadio relajado actual. Son “varios” los miembros del Comité de Política Monetaria que consignaron su aprobación –en el cónclave del 24 y 25 de abril– a reabrir el grifo del estímulo si los “riesgos a la baja” se hacen presentes. ¿Sería la hora del QE3? Así parece.
¿Y qué hará la eurozona? La agonía prolongada de Grecia le resultó útil como “tapón” que demoró el derrame de la crisis. En marzo, la deuda en manos privadas pudo reestructurarse de manera drástica sin provocar mayores ramalazos. Pero se trató de una cirugía parcial y con asistencia crediticia para mantener a flote a la banca y al 70 por ciento de la deuda pública remanente (en poder hoy del banco central europeo y organismos oficiales internacionales). Lo que Grecia se propone –si triunfa la Izquierda Radical– es una carnicería generalizada sin anestesia. ¿Podrá la eurozona absorberla sin naufragar en el intento? Alemania piensa que sí. O, al menos, eso afirma. El BCE, a diferencia de la Fed, también cree que podrá lidiar con el cimbronazo. Basta, sin embargo, ver el comportamiento de los bonos españoles e italianos para ponerlo en duda. Si la Fed ya abrió el paraguas, qué no debería hacer el BCE. Por eso todavía se piensa que habrá un compromiso de último minuto que permita diferir un estallido. Pero aun así Europa debería contar con un plan de contingencias y comenzar a desplegarlo en torno a los tres puntos más vulnerables: España, Italia y la banca.