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“El Estado soy yo”

Por: Carlos Duclos

Ciertas circunstancias en la vida de las personas y de los pueblos que provienen de naturalezas aberrantes o patologías psicológicas suelen ser fatales. Una de ellas, entre varias, es, sin duda alguna, el absolutismo político. ¿Cómo podría definirse a esta aberración? Un ejemplo es lo más ilustrativo: cuando Luis XIV entendió que debía reinar en Francia, una súbita ráfaga de soberbia, arrogancia y poder mal concebido lo arrebató. “De pronto, comprendí que era rey. Para eso había nacido. Una dulce exaltación me invadió inmediatamente”, dijo. Cuando los funcionarios le preguntaron respetuosamente quién iba a ser su primer ministro, el soberano contestó: “Yo. Les ordeno que no firmen nada, ni siquiera un pasaporte, sin mi consentimiento. Deberán mantenerme informado de todo cuanto suceda y no favorecerán a nadie”. Esto es absolutismo. Un absolutismo que el mismo monarca se encargó de definir con una frase tristemente famosa cuando le preguntaron qué era el Estado. “El Estado soy yo”, respondió.

Ahora bien, ¿es malo en sí mismo el absolutismo? Sí, porque limita derechos de otros, cercena libertades, impone su propia voluntad sin atender otras ideas que no sean las propias. Alguien podría sostener, no obstante, que en tanto y en cuanto el gobernante absoluto no se equivoque y accione bien en favor del pueblo el absolutismo es dañino para con las instituciones pero no para con los hombres. En primer lugar, cuando las instituciones son menospreciadas, conculcadas, será cuestión de tiempo que el daño lo reciba el conjunto social. Y segundo, y más importante, es que el absolutismo (como se dijo al iniciar esta nota de opinión) es una patología psicológica aguda de la persona o grupo (a la sazón gobernante) y, salvo que quien esto escribe sea un cabal ignorante, debe concluirse en que ninguna persona afectada con semejante aberración puede llevar a buen destino a grupo humano alguno o sostenerse en el tiempo sin equivocarse.

El absolutista es cerrado, sólo entiende sus razones; ve como un adversario peligroso a quien no sostiene sus ideas y como un enemigo al que hay que exterminar a quien se le ocurra plantear a la sociedad otra propuesta. Es víctima, además, en muchas ocasiones, de un peligroso síndrome: cree que ha sido llamado por Dios, el destino o un orden superior a la tarea de salvar al grupo social que le toca liderar. Tiene algo de mesianismo que lo posee.

Todo esto no obsta para que el absolutista no acierte en algunas medidas que son de beneficio para la comunidad, pues la persona o grupo, con frecuencia, puede ser inteligente, hábil, ilustrado. De allí que si bien puede adoptar medidas encomiables, o aceptables cuanto menos, por lo general se trata de “algunas” medidas y no las suficientes que puedan ser de absoluto beneficio para el grupo dirigido. Son medidas eventuales. Esto es lo que ha sucedido con todos los absolutistas que la historia nos muestra. Incluso con el mismo Luis XIV.

Ahora bien, a estas medidas plausibles, pero insuficientes, echa mano el autoritario para imponer su imagen y la de su gestión. A menudo, y con la edad, la patología del absolutista parece mitigarse hasta desaparecer. Hay ejemplos notorios, y entre ellos la de un estadista argentino que por razones de respeto para con sus seguidores no se ha de nombrar. Si este hombre hubiera vencido a su absolutismo en los albores de su carrera política, Argentina hoy sería un país extraordinario. Lamentablemente para la sociedad nacional pudo vencer su mal en las postrimerías de su vida. No fue poco, fue algo plausible para su persona, pero no pudo ser de beneficio para la sociedad en razón de los absolutistas que lo rodeaban.

El absolutista, por otra parte, miente. Sin embargo, no peca por la condición de mentiroso, pues está convencido de que lo que dice y hace (aunque sea la torpeza o insensatez más proverbial para el sentido común) es lo correcto. El absolutista cree en lo que piensa, expresa y acciona, pues está obnubilado por su estructura.

¿Cómo debe entenderse la mentira en la patología autoritaria? El autoritario posee cierto tinte de psicopatía “benigna” en cuanto es hábil, inteligente y no siente culpa (todo lo contrario, se siente un benefactor). La mentira del autoritario no es una mentira absoluta, no. Dentro del volumen de la mentira hay una pizca de verdad y sobre esa pizca de verdad el mentiroso absolutista edifica una escena que puede parecer real, pero que de ningún modo lo es. Un ejemplo se tiene en la Alemania nazi y ciertas medidas adoptadas por el nefasto régimen. En la Alemania hitleriana, todas las medidas en favor del pueblo (pocas) no estaban basadas en el propósito del bien común sino en el fortalecimiento y expansión del régimen.

Un ejemplo de nuestros días: se distribuye un subsidio de 300 pesos mensuales a las familias indigentes. El absolutista difunde esta medida, a la que hace aparecer como una ayuda social, pero el propósito, a veces inconsciente, es comprar la voluntad de la persona, tenerla sujeta a su propósito; por eso el subsidio, lejos de ser una medida de ayuda eventual, se transforma en un hecho de fondo, perenne y dañino. En esto, debe decirse que muchos gobiernos argentinos pecaron de absolutismo.

Hay otras formas de verdades relativas o pizcas de verdades en grandes porciones de mentiras. Por ejemplo: disfrazar datos estadísticos con datos parciales halagüeños (decir que se redujo el desempleo contando el subempleo), decir que no hay pobres tomando como índice un ingreso salarial absurdo, que no permite afrontar dignamente el costo de vida, etcétera.

La máxima del absolutista la estampó Luis XIV y la acabó de sellar debidamente el ministro de Propaganda del nazismo, Goebbels: “Miente, miente, que siempre algo queda”.

El error es suponer que los absolutismos son propios de las dictaduras. No es así. Hay “democracias” absolutistas, así como hubo monarquías absolutistas, socialismos absolutistas y dictadores militares absolutistas. El absolutismo no es una forma de gobierno, sino una patología que padece quien gobierna, y esta patología puede afectar a un rey, un presidente, un militar en el poder, un primer ministro, etcétera.

Claro que los absolutismos democráticos pueden ser los menos peligrosos (a veces). No porque los actos del gobernante revistan menor gravedad que los de un dictador militar o un monarca, sino porque el pueblo tiene la oportunidad de no volver a elegir al grupo gobernante o restarle poder eligiendo a opositores legislativos.

Por supuesto, esto siempre y cuando ese pueblo no padezca el síndrome de Estocolmo, una patología que suele llevarse bastante bien con la del absolutista.

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