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Noches de cuerpos evaporados

El debutante Felipe Haidar concretó una singular adaptación de “La tercera parte del mar”, texto de Alejandro Tantanian, que cuenta con las inquietantes actuaciones de María Cecilia Borri y Emiliano Dasso.

Por Miguel Passarini

Una mujer que dice saber el idioma de Dios, una mujer que se revela como el paradigma de otras que desaparecieron y que, quizás, son ella misma; la tortura como rasgo determinante de la infancia y la presencia de un hombre (el padre) que vuelve en otro cuerpo en un claro guiño a la tragedia, para poner a funcionar, una vez más, la belleza de las palabras más terribles, asegurando que la belleza “no es más que terror domesticado”.

En su devenir, el teatro argentino de la post dictadura impregna en su escritura una rara mixtura en la que se conjugan los dramas más feroces con algo de los recursos del policial negro, y la fuerte presencia de lo siniestro con el más singular universo poético. Podría afirmarse, incluso, que en cierta dramaturgia de los años 90 y un poco más acá (Alejandro Tantanian, Daniel Veronese, Luis Cano, Rafael Spregelburd), se tejen entramados que buscan desde la oscuridad poner a la luz aquello que el consciente pareciera no poder descifrar en palabras que puedan “decirse”. Se trata de textos que se revelan atractivos para la lectura, de una gran provocación, pero al menos en apariencia, imposibles de poner en escena, indescifrables en el “aquí y ahora” del teatro, porque abrevan en una vastedad y multiplicidad de sentidos que generan la sensación de revelarse como inabarcables para un sólo montaje.

Resignificando con singular ingenio uno de estos textos aparentemente “inasibles” de aquella etapa, el debutante Felipe Haidar, puso en valor desde la puesta y las actuaciones La tercera parte del mar, de Alejandro Tantanian, obra estrenada en Buenos Aires en 1999.

Si algo quedaba de cierto realismo en el comienzo del texto original (un hombre que sufre un accidente y en medio de la noche, abrumado, llega a la casa de una misteriosa mujer), ya no está, y cada espectador deberá reconstruir la pequeña prehistoria que une fortuitamente (o no) el destino desdichado de Victoria y Rodrigo en una especie de limbo entre cielo e infierno, donde la muerte, siempre presente, como suele hacerlo, les jugará una mala pasada, y hasta se reirá con su mueca más grotesca.

Frente a espejos que fragmentan y deforman lo que el espectador puede ver a simple vista, Victoria, casi como una niña que pide ser nombrada “para existir”, comienza a mover las fichas de una jugada en la que pasado y presente serán puestos a prueba, dejando entrever que otra realidad se teje a la sombra de esa que aparece en primer plano. Se hablará de lo aprendido: muertes, mutilaciones, vejaciones; de cierta sexualidad más ligada a la perversión que al placer, y del mar, como la contemplación y la abstracción de un todo. Es, precisamente, esa historia de cuerpos arrojados al mar, de torturas inenarrables, de entierros funestos, de la singularidad de un modo de construir vínculos desde los mecanismos más perversos, lo que traerá al presente los pasajes más oscuros y ominosos de la última dictadura militar, sobre todo si se tiene en cuenta que el título de la obra remite al pasaje bíblico del “Apocalipsis” que refiere: “La tercera parte del mar se convirtió en sangre”.

De este modo, tomando elementos del teatro antropológico y parándose en la vereda opuesta a la del realismo naturalista que ocupa la escena independiente argentina actual, la propuesta de Haidar, al frente de Enjambre P (el colectivo artístico del que participa), desafía esas normas vigentes en la escena contemporánea como son una marcada avidez por el humor (del tono que sea) y un ritmo que muchas veces atenta contra lo más orgánico del campo de lo narrativo. En cambio, elige el riesgo y lo pone en primer plano.

El riesgo (aquí, el más abismal salto al vacío), acaso uno de los pocos caminos que le quedan al teatro que va por fuera de las lógicas de lo comercial, aparece, en primera instancia, en la elección del texto, para luego hacerse carne en la adaptación y fundirse, finalmente, en los registros de actuación, en sus exquisitas formas, donde la presencia del cuerpo (la única herramienta segura con la que cuenta todo actor) se vuelve un signo difícil de contrastar frente a todo lo demás que aparece en la puesta, como la música, unos pocos objetos escénicos usados con particular inteligencia, y una cuidadísima puesta de luces que se revela como todo un signo a nivel dramático. Del mismo modo, la puesta pone a su favor la clara intencionalidad del uso del afuera de la sala (antes, el ingreso del público), que funciona como ese ámbito “indeterminado” y “mutante” al que hacen referencia los personajes.

El de Tantanian es un texto por momentos escabroso, que en su reconstrucción escénica (donde el creador, entre otras cosas, apela a Lorca en sus intervenciones) pone atención en la poética de lo siniestro para luego pasar a la poética de un mundo más cotidiano (sin perder ese primer registro de lo siniestro), dejando entrever que eso de lo que se habla puede estar mucho más cercano de lo que se piensa, y que aquello que en principio se revela como extracotidiano, con un simple cambio de tono, se vuelve ordinario, corriente, visible.

De este modo, apoyado en la (infrecuente) entrega de María Cecilia Borri y Emiliano Dasso, dos actores de inquietantes presencias y, sobre todo, en la profundidad a la que puede llevar el análisis agudo de un texto que a primera vista no deja ver lo que oculta en sus laberintos, seguramente, el nombre del joven Felipe Haidar, de sólo 21 años, sonará con fuerza en la producción teatral de los próximos años, más allá de que este singularísimo debut se vuelva, con el tiempo, un desafío difícil de superar.

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