Cuando todo parece estar inventado, cuando la originalidad se esfuma y la virtualidad se apodera de un mundo habitado por seres humanos que en la medida en que creen estar más y mejor comunicados (por celulares y redes sociales, entre otras ventajas tecnológicas del nuevo milenio), la incomunicación hace mella en sus vínculos, la compañía porteña Fuerzabruta, que anteanoche debutó en el Salón Metropolitano (donde seguirá en cartel hasta el domingo), juega en Wayra, desde el campo de lo lúdico y del contagio quinético, a recuperar aspectos de la comunicación más primaria, esa que tiene que ver con el cuerpo en movimiento, con la puesta a punto de los sentidos, con la imitación sin especulaciones (mímesis), factores que lejos de transitar por el lado de la racionalidad, se sustentan en algo más primario, fundante e incluso olvidado por las comunidades “evolucionadas” que no amerita demasiada explicación.
Diqui James, talentoso fundador de Fuerzabruta y casi una leyenda de los dorados 80 y el mejor under porteño, parece extrañar la ingenuidad y la alegría que, junto con sus compañeros de la inolvidable Organización Negra, tenía por aquellos años, pero ahora cuenta con el soporte y la producción necesarios como para desarrollar ideas y dispositivos dignos del mismísimo Da Vinci.
Es así como, tomando pasajes de Fuerza bruta (2009), espectáculo que dio nombre a la nueva compañía (un desprendimiento de De la Guarda), el equipo recupera aquí lo más radical de la tribu: lo festivo, el “descontrol”, la fiesta rave, de la mano del otro gran sostén de Fuerzabruta que implica la mixtura musical del eficaz compositor Gaby Kerpel, mentor de los singularísimos grupos King Coya y Terraplén, cuya presencia es mucho más que el soporte sonoro de Wayra. La música es un dato revelador, que aquí, nuevamente, es interpretada en vivo con bombos legüeros y tamboriles, que sumados a las voces, son amplificados y distorsionados, sustentando la idea de lo tribal ensalzado con el concepto de fiesta electrónica.
En Wayra, aquél mismo hombre que corría buscando alcanzar un objetivo imposible mientras la cotidianeidad lo superaba a cada paso, está de regreso. Ahora, hay más obstáculos (quizás porque el mundo se los sigue poniendo enfrente), mientras trata de escapar de su agobio corriendo sobre una cinta sinfín que no conduce a ninguna parte. Son réplicas de una rutina frente a la cual un equipo de alrededor de 15 performers (bailan, cantan, actúan, vuelan colgados de arneses) desafía los límites de la gravedad en una alocada rutina que mezcla lo tecnológico con la “tracción a sangre”, en un equilibrio tan bien dosificado que quien logre abstraerse, al menos por un momento, del enorme “soporte” que implica el pocas veces visto dispositivo escénico, logrará entrar en otra dimensión, conectarse con algo de la niñez, con lo más lúdico, bailar, saltar, ser parte y, lejos de contradecir la norma fundante de toda propuesta teatral que se precie de tal, completar el espectáculo.
Si bien la tecnología ocupa en Wayra un lugar determinante, sólo está al servicio del singularísimo relato: fragmentado, aleatorio, anárquico, fractalizado, pero relato al fin. Ahora hay escenario y platea (enormes y coherentemente ubicados) y todo, en algún momento del espectáculo, adquiere protagonismo, lejos de un supuesto distanciamiento que en propuestas de similares características provocan los lugares “estáticos”, porque la clave está, básicamente, en compartir el espacio escénico.
De todos modos, el gran espacio dinámico (el central, a modo de sambódromo) se articula a partir de las incesantes intervenciones de dispositivos de piso y aire, dentro de los cuales, la pileta de Fuerza bruta aparece dividida en dos, ahora con movimientos autónomos (sube, baja, recorre), y donde el equipo ha profundizado en la realización plástica que implican el movimiento del agua, la intervención de la luz y el color, y la presencia en ella de los cuerpos, logrando pasajes tan pictóricos que alimentan el concepto buscado de que el agua “contradice” las normas de la gravedad.
También, algo de aquella Victoria Alada que encabezó la performance que el mismo equipo llevó adelante en el marco de los festejos por el Bicentenario, reaparece para montarse en un recorrido abismado, de saltos al vacío, papelitos que vuelan por el aire y arengas a un publico que si a esa altura del espectáculo no está en movimiento es porque no entendió de qué se trata. De hecho, los hay, incluso muchos, distanciados por los medios digitales, eligen ver el espectáculo a través de la óptica de su moderno celular. Esos tampoco entendieron, pero ya se sabe, no es bueno juzgar al público.
No obstante, tras una serie de atractivos cuadros que se suman y replican ocupando y articulando el espacio de modo tal que se pierdan las normas que determinan qué se mueve y qué no, una de los momentos más sugestivos de toda la puesta es la incorporación de un domo, una gran burbuja translúcida que cubre la platea poco después de recorrer las cabezas y las manos de brazos extendidos de los extrañados espectadores, a partir de la cual la sensación de gravedad parece quedar velada por un viento que de brisa pasa a vendaval. Es el preciso momento en el que la voz quechua que da origen al nombre del espectáculo, el “wayra”, se hace presente, y quizás, haciendo honor al “wayra muyu” (viento circular), ese “viento que se levanta de la tierra” y eleva y se eleva, la invitación al baile y al vuelo ya no se pueden resistir: una torre, dos DJs, tubos circulares, y como caminantes lunares, algunos afortunados viven la experiencia montados en arneses. Poco después, todos vuelven al escenario; final y principio de una fiesta que junta pasado ancestral con presente de celulares inapagables, movimiento afro y murguero, corridas por muros fulgurantes, baños de luz en piletas transparentes y la más efervescente sensación de libertad.