Había que esperar que Grecia se pronunciase. Lo que no había que esperar era que Grecia fuera la que decidiera nada. Decir que la suerte de la unión monetaria está en manos de Grecia es lo mismo que sostener que Europa se lavará las suyas. Y esa es una decisión que tampoco le cabe a Atenas, sólo Europa la puede tomar. No es retórica. Alemania decide. Grecia, no. Si por Grecia fuese habría renegociación de los acuerdos, condiciones y plazos –o, en su defecto, un default de sus obligaciones– y permanencia en el euro. Es Alemania –no el Tratado de Lisboa o las leyes de la Unión Europea– la que cierra el paso a su aspiración más genuina.
Era deseable que Grecia hablase en las urnas de forma clara y contundente. No es su tradición. Ni la más reciente –la ambigüedad de los comicios de mayo engendró la necesidad de estos– ni la más antigua, la que se remonta a Delfos y su oráculo. ¿Se quebró esa indefinición? No tanto por la voz uniforme de la población como gracias al sistema de distribución de escaños. Este mecanismo impersonal adjudica automáticamente al vencedor, por el mero hecho de ser tal, 50 de los 300 escaños en disputa. Así, la formación de un gobierno pro rescate está a tiro de pistola. Hasta sería posible, conforme el cómputo de los sufragios a la hora de escribir estas líneas, si media un arreglo entre los conservadores triunfantes, del partido Nueva Democracia (que no es tan nuevo como que ya gobernaba en los años setenta), y los socialistas del Pasok.
Estos últimos, sus tradicionales adversarios, compartieron la coalición gubernamental hasta las elecciones de mayo. Aterrorizar a los votantes fue la estrategia de los partidos pro rescate (y Europa colaboró con entusiasmo). Frente a una realidad subyacente de increíble fragmentación política, el dilema (falso o verdadero) entre retener el euro o regresar al dracma, cumplió con su cometido básico: provocar la necesaria polarización. Así, cortesía de la dracmatización de la disputa, los comicios deparan un alivio innegable. No se convirtieron, como se temió el mes pasado, cuando Syriza (la izquierda radical) era un aluvión, en el pasaporte a un choque frontal ni a la tensión extrema.
Un gobierno prorescate le evitará a Europa el papelón. Será recibido con amplio beneplácito. En las palabras de Angela Merkel, la canciller alemana, “los griegos habrán votado bien”. La autoestima europea habrá sorteado un duro examen. Pero ¿cuánto durará el alivio? Dependerá de Berlín. Un gobierno pro rescate le hará rápido honor a su carácter. No podrá cumplir –por más que quiera– con lo que ya resulta imposible. Y necesitará no solamente más plazos sino más financiamiento. Tarde o temprano, la situación requerirá un tercer paquete de asistencia y condicionalidades. En algún momento habrá que blanquear otro rescate. ¿Aceptará Merkel? Si la respuesta es no, será barranca abajo otra vez. La maldición de Sísifo.