Las imágenes, impensadas tiempo atrás, se repiten en las calles de Madrid. Y se naturalizan. La maestra que pide “una moneda” en el metro para darle de comer a su familia, el hombre que todos los días duerme acurrucado en la puerta de un banco, los chicos que limpian los vidrios de los autos o el jubilado arrodillado en una esquina con un cartel que reza “una ayuda por favor”.
En España, y en toda Europa, la miseria de muchos ya no se puede ocultar. Está, se observa, se palpa. Los “excluidos” salen hoy a la superficie. Asoman sus narices para incomodar a una sociedad que, en su gran mayoría, aún tiene “espalda” para soportar los devastadores efectos de la crisis.
España es hoy un país fragmentado, un país resignado, en el que las malas noticias ya no asombran. Se anuncia un millonario rescate –ajuste mediante– para salvar a la banca, se especula con la subida del IVA, aumentan las tarifas de los transportes públicos, la bolsa se desploma, la prima de riesgo se eleva por las nubes, los despidos y los desahucios se multiplican por miles. Nadie, ni aquellos que amasaron una fortuna en los años de la burbuja inmobiliaria, logra salir inmune de esta crisis. Los euros escasean y el Estado, ese que supo ser de “bienestar”, se achica cada vez más.
Lo llamativo es que son pocos, en esta tesitura, los que contradicen “el relato” de que el ajuste es la única salida de esta crisis. Son contadas con los dedos de una mano las voces críticas a un modelo de acumulación (ficticio) que llevó a Europa al colapso. La única receta posible parece ser la de “ajustar y aguantar”. En esa espera, los españoles pierden todos los días algún derecho. Esta semana, recortes en sanidad y en la educación pública.
Las malas noticias, sin embargo, también llegan en la pluma de los economistas más heterodoxos. El premio Nobel de Economía, Paul Krugman, vaticinó un escenario apocalíptico si Europa no planifica en el corto plazo una “ruptura del euro”. Si no se cambia el rumbo –sentenció–, el continente quedará “al borde del abismo”.