Cuando solamente deseamos confirmar lo que creemos saber, no podemos estar abiertos a aprender lo que realmente es nuevo. Es el dilema del mundo y también el drama del temeroso, quien no hace preguntas para ser contestadas sino para confirmar sus puntos de vista. Una pregunta que se contesta a sí misma, jamás puede ser respondida, simplemente porque no es una pregunta. Y sin preguntas, ¿cómo se puede aprender?
Si hacemos una pregunta con enojo, cualquiera sea ésta, no estamos preguntando sino que estamos respondiendo. Cuando la ira hace preguntas, sólo se confirma a sí misma, la pregunta, es en verdad, una respuesta. Asistimos a una reunión creyendo saber lo que se va a decir allí, y lo que hacemos únicamente es confirmar alguna creencia personal acerca de algo o alguien. No hay nada nuevo que aprender. La tozudez se disfraza de pregunta y se confirma a sí misma en un mundo que la refleja.
Algunas manifestaciones mentales como el deseo y el lamento son respuestas comunes en el mundo. Ejemplo: cuando estamos convencidos de que determinado objeto nos traerá la felicidad. También cuando juzgamos dignos de sufrimiento y dolor a hechos físicos como la muerte, la enfermedad, el abandono o la vejez. En ambos casos, no hay respuestas de paz porque no se da lugar a la duda. No tenemos espacio para preguntar, justamente porque nunca desconfiamos de la voz del ego, la cual es el “nosotros sabelotodo”.
¿Quién tiene la culpa…?, ¿he obrado bien o mal…?, ¿cómo lograré ser exitoso…?, ¿ganaré o perderé con esto…?, ¿qué puedo lograr sin un título…?, ¿soy inteligente o ignorante…?, ¿cómo murió esta persona…?, ¿cómo te has vuelto tan pobre…?, ¿cómo puedo obtener más dinero para disfrutar…?, ¿quién tiene razón…? Estamos preguntando constantemente con el objetivo de establecer que la culpa, en nosotros y en otros es real, y justificando nuestras vergüenzas y pensamientos de autocastigo.
Estas preguntas aparentes manifiestan el mundo sin salida que observamos, y no sirven para aprender nada nuevo, sino que confirman y sostienen el paradigma mental en que ya vivimos. En este parámetro de preguntas no hay un deseo de poner fin al conflicto de la mente. Lo bueno y lo malo, lo que conviene y no conviene, lo que nos da alegría o dolor, se sostiene a través de creencias, y las creencias se sostienen a través de esas preguntas de dualidad, como si esas preguntas fueran los códigos esenciales dentro de un juego de temor o supervivencia.
A diferencia de las anteriores, la pauta de una pregunta genuina es que no exige sacrificios. Para salir del juego del miedo puedes preguntarte: ¿cómo puedo ser feliz realmente…?, ¿cómo puedo dejar de sufrir…?, ¿estoy tratando de confirmar algo con mis preguntas…?, ¿qué cosa…?, ¿qué temo perder si me abro y acepto las cosas tal como se presentan…?
Es en la serenidad de la quietud interior donde cada persona aprende a preguntar, un lugar de profunda paz y libertad. Se accede a éste practicando breves momentos de sosiego y silencio al día. En ese silencio sin significados, nos abrimos a una inteligencia superior que da la respuesta, y a ese momento se le llama el instante sagrado.
Por fortuna, nunca se encontró solución alguna en la parcialidad que ofrece el conflicto.
Es radicalmente más conveniente una mente que busca permanecer abierta, que una que se satisface a través del acopio de información falsa o percepciones. La sensación placentera que nos otorgan los datos guardados no puede compararse con el asombro que surge de una mentalidad inocente.
La solución que buscamos para el mundo es, en verdad, un nuevo estado mental.
Ninguna pregunta que sea formulada con indignación, deseo, odio o tristeza tiene respuesta… porque ya es ésta, una respuesta en sí misma, y no brinda el espacio para la pregunta genuina.
Al soltar tus motivos de temor y entregarte de cotidiano al silencio interior emergerá una respuesta desde el corazón, que te llevará sin demoras a ese instante de amor.