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Dios hizo la luz; la EPE no

Por Luis Novaresio, especial para El Ciudadano.

Ayer me tocó responder una encuesta interesante. Lamento poner en público este adjetivo si es que esto viene siendo leído por alguno de los autores de sondeos de opinión pública. Pero es lo que siento. Imagino que al lector le habrá pasado tener que recibir un llamado telefónico o ser detenido en la calle para que lo consulten sobre los más diversos temas reduciendo las posibilidades al blanco y negro cómodo a la hora de contar las cruces del encuestador. El “a” o “b” que suele proponerse, en general, ayuda a sacar un título o una conclusión de efecto (“los rosarinos son infieles”, “nuestra sociedad es machista”) con un mismo negro o blanco aburrido. Descarto, claro está, la opción “No sabe/No contesta” porque soy de los que presumen, con argentinidad flagrante, poder opinar de todo sin ruborizarme en semejante acto de pedantería.

Para ser sincero me hubiese gustado haber sido consultado sobre los servicios públicos tan mal prestados en esta provincia pero tan bien cobrados a la hora de la puntualidad y mora. Después de haber soportado las quejas de los vecinos de mi barrio por las largas horas sin luz de estos días, las declaraciones de los responsables de la EPE advirtiéndonos de más cortes para el verano (¿no me digan?, ¿en Rosario va a faltar la luz en el verano? ¡Pero qué novedad!) me habían dado un toque de ironía y una sutileza de haber sido preguntado sobre el tema. “¿Sufrió cortes de luz en los últimos tiempos?”. “Desde mi primera comunión”, hubiese dicho. “¿El servicio es mejor, peor o igual en los últimos cuatro años?”. “Siniestro”, hubiera respondido. Porque a idéntico desastre en la prestación se agregan insufribles explicaciones de los que gobiernan hace rato para no ofrecer nada más que relatos históricos y cero soluciones.

Lamentablemente, la niña que me detuvo en plena plaza Pringles estaba preocupada por cosas “sustanciales” y no por ese tan banal requerimiento de tener electricidad o transporte público decentes. Ella, de no más de 20 años, amabilidad con dientes blancos a flor de piel, me consultó, primero, sobre mi voluntad de responderle un cuestionario. Después de mi “sí”, me aclaró que no podía revelarme para quién la hacía a no ser una vaga referencia a un instituto de estudios religioso de una Universidad confesional de nuestro medio. Entonces, empezamos.

“¿Por qué un hombre debería creer en Dios?”. Ésa fue la primera pregunta. Y ahí nomás sospeché que se trataba de una encuesta distinta. Original, al menos. El que pensó el sondeo, bien podría haber iniciado el cuestionario con un “¿cree en Dios?”, o en un “¿por qué no cree en Dios?”, naturalizando que la norma es ser religioso. Además, consultar así, determina un camino cómodo para cualquier análisis posterior y su consabida conclusión: “El 50 por ciento de los rosarinos cree en Dios”. Pero no. Cada vez que me han interrogado sobre el tema, condicionando lo que vas a decir con el prejuicio de la consigna, pienso que a nadie se le ocurriría consultarte: “¿Por qué cree que el agua moja?”, por ser yo también simplista. Inmediatamente vos contestarías que el agua humedece porque has metido el puño de tu camisa bajo la canilla cuando lavabas los platos o porque de pibe tu primo te tiró vestido a la pileta. Y punto. Que te consulten, entonces, por algo no sujeto a la percepción de los sentidos o demostrado ya por la ciencia (yo nunca vi a la Tierra girar alrededor del Sol, pero desde que casi lo queman a Galileo lo creo), sin que responder distinto te convierta en un extraterrestre, fue un avance.

La segunda pregunta fue no menos original y, creo, más incisiva. “¿Qué es más cómodo para un hombre común: creer o no creer en Dios?”. He leído análisis sobre la felicidad o la angustia que produce ser creyente. Pero me pareció muy atinado que alguien quisiera saber cuánto le pesa a un hombre o una mujer en su tranquilidad cotidiana creer en un ser todopoderoso sobrenatural o no. Después siguieron preguntas derivadas de mi respuesta agnóstica, que fueron desde la duda de todos los días sobre la existencia de Dios (si tenés un dolor físico, ¿te sentís tentado en pensar que Dios podría ayudarte?; si algo que te da felicidad llega sin que lo hayas provocado, ¿atinás a creer que un ser sobrenatural te lo brinda como modo de prueba de su existencia?) hasta la muy sutil de inquirir sobre tus experiencias de “conversión”, entendiendo esto como la tentación de querer “purificar” al creyente en un negador de lo divino.

No creer en Dios me parece natural. Tanto como pensar. Pensar es dudar, preguntar, desconfiar. Y eso no quiere decir que sea bueno, elogiable o digno de festejo. No creer en algo no comprobable por la experiencia o por la misma ciencia que aplaudimos cuando avanza curando un cáncer o llega a Júpiter, me parece, es una respuesta espontánea a algo tan inabarcable como la idea del Supremo. Si luego el don de la fe, tu vida, tus sentimientos o tu razón, o todo junto, hacen que vos puedas saberte un ser de una creación divina, el resultado de tus afirmaciones es otro, maravilloso, tal vez. De haber podido explayarme, hubiese invocado la no creencia de un Dios descripto por las religiones, tan perfecto, tan magnánimo pero que sin embargo me exige su adoración so pena de escarmiento en el más allá. La cita, de haberse podido, hubiera requerido al gran Baruch Spinoza.

Que uno pueda reconocer que no tiene la creencia en Dios es incómodo en la mayoría de las sociedades civilizadas (en las incivilizadas es motivo de muerte o discriminación fatal) pero, creo, hay que reivindicar que la incomodidad ha sido el germen de las rebeliones pacíficas y de las otras para cambiar el statu quo de lo que estaba mal. Ni la penicilina se creó porque las bacterias fueran pacíficamente asesinas ni Einstein pensó en la relatividad apoltronándose en Newton. Encuestar, por fin, parado en la convicción de que el rótulo prejuicioso que yo impongo al otro hace que sea imposible que ese mismo otro no tenga una porción de “la verdad” es autoritarismo. Aunque se encubra en progresismo dialéctico.

La niña de la encuesta se iba caminando por la calle central de la plaza y se dio vuelta para volver a agradecer. Me dejó una copia del cuestionario que tenía en su encabezamiento esta frase: “La verdad no es cuestión de correspondencia con la realidad. Porque la realidad del que cuenta está mucho más teñida por el deseo de poder del que la dice que con su convicción de certeza”. Y me gustó.

Por suerte mientras escribo esto, tengo luz en casa. Es cierto que los geniales funcionarios de la EPE me advierten que, para el verano, eso no será seguro. Algún día el germen de la rebelión nacerá también al ver la factura de pago que llega tan puntual como la ineficiencia.

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