Entre los argentinos que sufrieron el mal momento que afrontó Cristina Kirchner en Estados Unidos y los que lo disfrutaron se abre una grieta de dificultosa percepción física pero cada vez más ostensible en la superficie política y también en las profundidades de la dimensión cultural.
Ambos polos, al parecer irreconciliables, pueden asemejarse sin embargo a dos caras de una misma moneda. La reaparición de los escraches como método de protesta está ligada a este fenómeno social, en el que gana terreno la violencia verbal y simbólica desplegada desde distintos estamentos del poder.
Por eso está claro, a esta altura de 2012, que cambió el clima político del país a poco de cumplirse un año de aquel 24 de octubre en que la presidenta obtuvo la reelección con un arrasador 54 por ciento de los votos. Y cambió a tal punto que comienza a darle cabida a agitadores hasta hace poco marginales.
En este escenario, las redes sociales se han convertido en un campo de batalla cotidiano. Por eso el gobierno sigue en detalle a los internautas que convocan a los escraches. Algo que dejó en claro cuando hizo una denuncia judicial por amenazas de muerte contra el secretario de Comercio, Guillermo Moreno.
Pero al mismo tiempo envió un mensaje político –en algún punto intimidatorio– contra aquellos que genuinamente se convocan a través de las redes. ¿O alguien puede pensar que el último cacerolazo en la Plaza de Mayo y en distintas ciudades del país, de carácter masivo, fue protagonizado sólo por agitadores?
Que los hay, los hay
De todos modos, en el mundillo político se sabe que un puñado de ex miembros de fuerzas de seguridad e inteligencia intentan darle cauce a la “indignación” que siente un importante sector de la sociedad con el gobierno. Los partidos de oposición parecen, en este punto, meros espectadores de una contienda ajena.
Por eso se sorprendieron con el escrache al juez Oyarbide, aunque aplaudieron luego su decisión de apartarse de la causa en la que se investiga si Moreno incurrió en un acto de violencia de género contra una despachante de aduanas. El magistrado –que tomó nota del mal humor social que lo circunda– también eludió la denuncia por las amenazas contra el secretario de Comercio.
Con la presidenta en el exterior, las protestas traspasaron las fronteras y se instalaron también en Estados Unidos, con distintas variantes: una directa, expresada en un cacerolazo frente al hotel donde se alojó la mandataria en Nueva York; y otra indirecta, desplegada por estudiantes universitarios, algunos de ellos argentinos.
Esta última fue la que más ruido político generó, porque obligó a la presidenta a abordar cuestiones que aquí en la Argentina suele gambetear, como la re-reelección, la inflación y la inseguridad. Tal vez por eso Cristina apeló a un discurso catedrático en Georgetown y terminó la gira con un tono más impaciente en Harvard.
Allí se respiró un clima político que –más allá de que alguno de los estudiantes que preguntaron sea militante de un partido de oposición como el PRO– debería encender las alarmas del gobierno: a la presidenta le dieron el trato que en Estados Unidos suele dispensarse a los gobernantes de sesgo autoritario.
Socios que pesan
Así deben entenderse las consultas sobre la relación de la Argentina con presidentes como Hugo Chávez o Mahmud Ahmadinejad, en momentos en que el venezolano está punto de jugarse su permanencia en el poder y en que el iraní se encuentra en la mira de Estados Unidos e Israel por su persistente plan nuclear.
Pese a las simpatías que tiene por ambos gobernantes, el kirchnerismo siempre se cuidó de que Washington comprendiera que no son lo mismo en términos políticos. Todavía está fresca aquella frase de Néstor Kirchner, en la que se definió ante George W. Bush como un “peronista”, para darle a entender que no llevaría a la Argentina a experiencias como las de Cuba o Venezuela.
El caso de Irán es mucho más complejo que el de Venezuela, porque de por medio está el atentado contra la Amia. Y aunque Ahmadinejad insista en que su país no tuvo nada que ver con el ataque, la diplomacia argentina negocia un acuerdo para enjuiciar a los sospechosos en un lugar neutral, que podría ser Egipto.
En medio de semejante cuadro de situación, la amenaza del Fondo Monetario de sacarle “tarjeta roja” a la Argentina por su cuestionado sistema de estadísticas quedó en el plano de lo anecdótico. Algo parecido debiera suceder con la desafortunada frase de la presidenta sobre La Matanza, si no fuera porque allí el oficialismo tiene un enorme caudal electoral.
Con un país fracturado, en términos políticos y sociales, el kirchnerismo no podrá darse el lujo de repetir este tipo de errores, porque aún cuenta con el apoyo de sectores populares a los que las Naciones Unidas y Harvard les quedan realmente muy lejos.