ANTES
Roberto Canessa llevaba una vida como la de cualquier joven uruguayo: «Estaba de novio, jugaba en el equipo de rugby y cursaba segundo año de la Facultad de Medicina. Salió la posibilidad del viaje a Chile y era muy barato. Me acuerdo que le pedí prestada plata a mi padre para alquilar un auto. Era viajar a la nieve, viajar a lo desconocido», rememora a ámbito.com a 40 años de lo que quedó en la memoria colectiva mundial como «el milagro de los Andes».
Existe una foto que retrata el momento previo al accidente del avión Fairchild, ese 13 de octubre de 1972. Uno de los jóvenes toma la cámara y dos compañeros del equipo de rugby Old Christians, una legión de 45 personas sumando a familiares, amigos y tripulantes, enseguida miran al objetivo y ríen para la toma. Otros dos dialogan. Un viaje juvenil y festivo con la excusa de jugar un partido en Chile que, tras hacer escala en Mendoza, se frustra luego del roce de un ala de la nave con la cordillera.
Cuatro décadas después, Roberto intenta un balance: «Es un poco mirar para atrás y ver qué quedó de aquellas promesas que hicimos en la montaña, cómo nos fue. Era tan fácil morirse entonces, que no deja de sorprenderme la capacidad del hombre de adaptarse y formar una sociedad nueva, de realizar cosas que no están en los manuales», señala.
Se refiere al tremendo esfuerzo físico y mental que debió soportar en situaciones límite para subsistir durante 72 días entre los restos del fuselaje de la nave.
«Fuimos entregando características de la vida civilizada, la brusca confrontación con la muerte te obliga a tener que dejar de lado la vanidad, la dignidad, te enseña mucho de vos mismo», reflexiona. La necesidad los obliga a poner en marcha un plan de supervivencia: inventan un máquina para convertir la nieve en agua («Fue clave», apunta)¸ construyen hamacas para los heridos, improvisan lentes oscuros para soportar el reflejo del sol. En ese contexto, se enteran por una radio del avión que el servicio aéreo de rescate suspendió la búsqueda. «Es increíble el baño de humildad que uno debe darse al saber que el mundo te considera muerto», recuerda.
Las experiencias los pusieron a prueba una y otra vez. A 5.000 metros de altura la montaña no ofrece nada y las subsistencias se acaban, hasta que alguien pone en palabras una alternativa extrema: alimentarse de sus compañeros muertos. Canessa asiente, aunque algunos se rehúsan. «Enseguida pensé en la composición, los ácidos, los lípidos, y supe que nos podían alimentar». Pero el pensamiento científico del estudiante de Medicina entra en conflicto con otros aspectos profundos de la decisión. «Se trata de la pérdida de la dignidad de comerse un muerto, del respeto a un amigo y la necesidad de tener que cortarlo, invadirlo. Después pensás: ¿Qué estoy haciendo? Ahí arriba te convertís en una máquina de sobrevivir. Yo dije: ´Conmigo hagan lo mismo´», añade.
Otra prueba límite fue el alud que descendió desde lo alto de los picos hasta el interior del inhóspito refugio en el medio de la nada. La avalancha nocturna los sorprende durmiendo y los sepulta. Pese a los intentos desesperados por liberarse y liberar a los demás, fallecen otras ocho personas y la nómina de sobrevivientes queda reducida a 19, que finalmente descenderá a 16. Sin embargo, el hecho también aporta un viraje en la manera de abordar la dura experiencia. «Además de la lucha por vivir, también fue una historia de iniciación espiritual, pero con un dios bueno, no el que te dice ‘no hagas esto, no hagas lo otro´». Otra de las marcas que le dejó aquella asombrosa pelea en la montaña fue «ser solidario y ayudar a la gente, disfrutar del día, todo lo otro es fantasía y artificial. La sociedad te da mucho mas de lo que necesitas y uno vive quejándose», sostiene.
Hay que volver a mirar esa foto en la cabina del Fairchild y compararla con las tomadas en los momentos posteriores al rescate, luego de que Canessa y Nando Parrado caminaran diez días en busca de ayuda, y advertir las diferencias. Los cuerpos flacos como esqueletos, la mirada más dura. Pasó un lapso relativamente corto, pero parecen haber sido años. Los lugareños tratan a los recién llegados como si no fuera posible que aquella historia fuera cierta. En un principio razonaron que eran turistas, o que eran impostores que se hacían pasar por sobrevivientes. Eran jóvenes, o ya no tanto, con ganas de vivir. «Teníamos que tomar decisiones todos los días. Si de algo nos ayudó el rugby es que sabés que en ciertos momentos tenés que jugar partidos a muerte. Valió la pena el esfuerzo», sintetiza Roberto.
DESPUÉS
Roberto fue asimilando con los años el hecho de haberse convertido en una persona popular. Su historia y la de sus compañeros dio la vuelta al mundo. Además del famoso libro de Piers Paul Ried, y de los posteriores que escribieron los mismos sobrevivientes, de los documentales y producciones televisivas, el broche final fue el film «Viven!».«Estábamos molestos con la película», admite. «Nos molestaba porque no aborda profundamente la manera de ser de cada uno, araña la superficie de todo. En lugar de hacer foco en los dilemas psicológicos y las meditaciones de cada uno, buscaba todo el tiempo definir quien era el héroe».
De todas formas le queda un buen recuerdo. Viajó al set de filmación y tuvo oportunidad de entablar relación con los actores que irían a representarlos. «Al principio los personajes eran acartonados, después la película se ´ablandó´ un poco. Y más adelante nos dimos cuenta que pese a que se trata de un hecho histórico, ellos tienen que vender entradas de acuerdo a los canones», explica.
Un ejemplo del «efecto Hollywood» es que obliga a frases del tipo «Si tengo que morir, que sea caminando», o a dramatizar los diálogos de la expedición final Canessa – Parrado. En realidad, en esa situación extrema lo que él dijo fue algo así: «Nando, ¿hasta cuando vamos a seguir trepando? Viene una tormenta y nos vuela!».
Incluso cerca del desenlace, cuando hallan signos de vegetación y más adelante divisan varias vacas, lo que pensaron en realidad en ese momento de necesidad y hambre fue en subirse a un árbol y tirarle una piedra en la cabeza a uno de los animales.
Canessa lleva la historia con naturalidad: no es una mochila pesada, sino un cofre al que puede recurrir cada tanto para descubrir cuáles fueron los elementos que lograron constituirlo en la persona que es hoy en día. Regresó ya tres o cuatro veces a visitar al arriero que recibió su mensaje de ayuda y al enclave del Valle de las Lágrimas que fue su hogar durante dos meses y medio. Recuerda con alegría el «diálogo» que tuvo con los espíritus de los compañeros que quedaron allí.
-«¿Vieron? ¡Volví!», les decía
-«¡Que gordo y viejo que estás, estás destruido!», me respondían los espíritus.«Nosotros en cambio vamos a ser eternamente jóvenes».
Como a la mayoría de sus «hermanos de la montaña» que sobrevivieron a la tragedia, no lo angustia reencontrarse con la historia. Incluso el mes pasado se inauguró una muestra en Montevideo con los objetos que perduraron del «milagro de los Andes» y allí fue a entregar los pulovers, y el compás que utilizó. Recuerdos que pensó en descartar en 1972 y que su suegra, con envidiable mirada a futuro, le aconsejó guardar: «Algún día van a estar en un museo».
Aunque Canessa no quiere convertirse en un personaje de museo. Aspira a que sus hijos lo admiren «porque voy a trabajar todos los días, no por el pasado. La vida sigue…». Pero además de su tarea como cardiólogo infantil en el Hospital Italiano de la capital uruguaya, desde hace 25 años, es consciente de la fuerza y la esperanza que su historia puede transmitir.
Por eso recorre escuelas de campo y brinda conferencias en reconocidas empresas con un mensaje simple y vital: la gente común y corriente es capaz de resultados extraordinarios. «En las escuelas les cuento a los chicos que aún con muy poco se puede hacer mucho. A las empresas les hablo de la importancia de la organización y de la actitud, y que entiendan que aunque se van a producir peleas y discusiones, hay que resaltar siempre las cosas buenas con las que cuentan».
Incluso lo llamaron de Chile en los días posteriores al devastador terremoto de 2010. «Los curas nos pedían que le habláramos a la gente. Era muy raro, yo pensaba: ´Pobre Dios si soy yo el que tiene que venir a hablar acá´. Pero ojalá nosotros hubiéramos tenido eso», compara.
Lo que decía este sobreviviente a aquella gente, desesperada por haber perdido casi todo, en medio del temor a una nueva réplica del sismo, se sintetiza en una sencilla frase que bien podría resumirlo a él y a los otros 15 que lograron en los Andes lo que parecía y aún parece una proeza de la voluntad humana:
-Mientras estés vivo, metele!