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Como gotas de mercurio

Por Aldo Ruffinengo.- Muchos de nuestros comportamientos en sociedad están regidos por el pavor a sentirnos excluidos. Esta bacteria nos hace cometer actos que no siempre coinciden con la impronta subcutánea que acompasa los latidos individuales.

Muchos de nuestros comportamientos en sociedad están regidos por el pavor a sentirnos excluidos. Esta bacteria nos hace cometer actos que no siempre coinciden con la impronta subcutánea que acompasa los latidos individuales. Lo explica en parte la psicología de masas y también, desde la biología, lo entiende el epistemólogo Humberto Maturana cuando describe a los seres y su realidad como un “delirio en la convivencia”. A diferencia de la locura que, aun a riesgo de caer en simplificaciones deliberadas, podría tipificarse como un delirio en soledad.

Posar la mirada sobre lo que nos pasa aprovechando esta óptica puede ayudarnos a comprender ciertas debilidades de los vínculos socio-políticos, sin desatender nuestra contextura orgánica.

A menudo cuando una persona es rotulada como loca, no sufre ese estigma meramente por lo que hace sino porque lo que exterioriza no vocaliza con lo que otros deciden como normal. Y, en rigor, si todos somos un otro para el otro, ¿quién puede ostentar el bastón de mando para marcar el compás que dilucida la frontera con el delirio? El alivio llega en el momento en que la modulación se abre. Cuando de repente, por coerción o voluntad, fluye la conexión. Es como si mágicamente se acabara la locura. Es en esta sintonía que las sociedades muchas veces no se atreven a discutir las pautas de realidad impuesta que se baja como información masiva desde monopolios, gobiernos, iglesias, colegios u otros sectores seducidos por la verticalidad. Así, cotidianamente, solemos digerir resultados, discursos, índices, pautas, órdenes y demás relatos prolijos, bien encuadrados, vistosos, como si lo escuchado fuera palabra santa, sin posibilidad de replanteo.

Tratando de acomodar la cabeza a cierto imaginario colectivo para no quedarnos solos en la esquina haciendo señas, viendo cómo se no escapa sobre cuatro ruedas la oportunidad de pertenecer. Es el pavor a sentirnos marginados. Una construcción más de las tantas que nuestra mente elabora por propia esencia. Por el frío que da abandonar la posición fetal. Por la tristeza que significa jugar solo en el recreo. Por lo tonto que se siente no entrar al boliche de moda. En fin, por la fiaca que da a veces procesar un razonamiento genuino.

Es una pena que resulte más cómodo incorporar sin dinero alguna idea ya embalada que contrastar con el contexto. Pero así funciona el sistema, porque la manipulación es la madre de varios de los peores vicios. Y porque la inseguridad de los individuos es como plastilina para quienes juegan con el valor de la pluralidad. Al final del recorrido, el costo de nuestras omisiones nos resulta impagable.

Cuando un termómetro se estrella contra el piso resulta divertido propiciar que las plateadas gotas de mercurio se unan en una sola. Basta con una cucharita para guiarlas hacia la masa. Ante ciertos estímulos, algunas partículas de nuestra sociedad se comportan de modo similar. Basta con un mensaje argumentado de manera creíble, televisable. Aunque deja de ser divertido cuando las moléculas son personas.

El cibernetista chileno Humberto Maturana comprendió que por la forma en que estamos determinados en nuestra estructura no podemos decir nada sobre algo que sea independiente de nosotros. No hay nada que esté fuera de nuestra mente. Desde esa condición vamos creando nociones que explican las vivencias. En la posibilidad de cada individuo, la realidad siempre ha sido un argumento explicativo. Lo que debemos cuestionarnos fuertemente es el momento en el que como sociedad le hemos firmado un irrevocable contrato de exclusividad a los medios y a los políticos para que sean estos quienes narren el minuto a minuto de las masas, muchas veces detrás de un vidrio blindado.

La gran disyuntiva parece estar en cómo contrastar lo real “explicado” con lo verdadero cada vez menos “objetivo”. Un desafío similar al que debió afrontar el personaje de la película The Truman Show, donde el protagonista es un joven que desde su nacimiento está participando en un reality televisivo sin saberlo.

Todo lo que lo rodea –su familia, su trabajo, su ciudad– es ficticio y está armado en un gran estudio para que el mundo entero, exterior, siga sus pasos desde la pantalla. Para Truman, esa es “su” vida. Con un acontecer que transcurre apaciblemente dentro de su realidad ordenada, del único modo que conoció siempre, hasta que ciertos sucesos lo hacen sospechar. Decide entonces descubrir cuál es la verdad. Perseguido, acorralado, tratado por todos como si estuviera loco, se le presenta un dilema existencial: debe sopesar entre quedarse en ese mundo explicado por “otros” o romper el cascarón para respirar la porción que le pertenece, asumiendo riesgos, escribiendo su propio relato. El final de Truman está en la película. Nuestra continuidad, acá mismo.

Conocer la verdad muchas veces nos duele. Seguramente por aquello de que no tiene remedio. Sacarnos la venda a nosotros mismos parece una tarea difícil, pero se trata de un acto que no puede delegarse. La única manera de descubrir lo cierto es movilizarnos por propia cuenta. Buscándole nuestra razón a los hechos para que la realidad circundante no se rija por guiones prestados. La masa está compuesta por cada una de sus partes. Para afianzar nuestra identidad, las valiosas moléculas deben conservar su rostro, evitando el destino de las gotas plateadas. El mercurio no piensa. Los humanos corremos con cierta ventaja.

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