Miguel Marileo dijo que sintió “alivio” y “la alegría de los familiares” cuando esta semana fueron condenados a prisión perpetua tres ejecutores del fusilamiento de 19 prisioneros políticos en la Masacre de Trelew de 1972, en la causa judicial de la que él fue uno de los principales testigos.
“Cuando dan el fallo, ¿viste? y la lectura comenzó con dos absoluciones, ahí nos sentimos mal pero nos quedamos en el molde. Siguió leyendo el presidente (del Tribunal, Enrique Guanziroli) y ahí sí (con las tres condenas), ahí yo creo que sentí la alegría de los familiares”, relata Marileo.
Miguel trabajaba en la única funeraria de la época en Trelew cuando oficiales de la Armada lo llevaron en la medianoche del 22 al 23 de agosto de 1972 a la base Almirante Zar, escenario del fusilamiento, para que pusiera en ataúdes metálicos los cuerpos desnudos de los prisioneros asesinados y soldara las tapas.
Después de más de 20 horas, el oficial que lo devolvió a la funeraria en Trelew lo amenazó: “Vos no viste nada. Vos tenés un hijo muy chico (tenía entonces dos años) y no viste nada ni estuviste en la base”.
“Yo no supe decir nada y me callé. Y me callé por 30 años”, evoca en una entrevista con la agencia oficial de noticias Télam en el café del centenario hotel Touring, “donde se cocina toda la vida política de Trelew”, según explica el mismo Miguel, militante peronista. ¿Qué había visto Marileo en la base Zar? Ante todo, los cadáveres de 16 de los 19 prisioneros fusilados, la mayoría acribillados a balazos y rematados además con “disparos de gracia”, como en el caso de María Angélica Sabelli, que sólo tenía un tiro en la nuca.
Igual que el testimonio de los tres sobrevivientes que fueron heridos pero no murieron –Ricardo René Haidar, Alberto Camps y María Antonia Berger fueron después víctimas de la represión del golpe de Estado de 1976– todo lo que Miguel pudo ver y oír desmentía por completo la versión oficial de la dictadura del general Alejandro Agustín Lanusse sobre un supuesto “intento de fuga” y “tiroteo” entre prisioneros y guardia.
Bajo amenazas que persistieron con los años, Marileo mantuvo el silencio hasta que aceptó que lo entrevistara en su casa Mariana Arruti, la directora del documental Trelew, de 2003, que reconstruyó los hechos de la masacre: “Para mí, fue sacarme un peso de encima, algo que tenía metido ahí adentro”.
“Después de que hablé con Mariana, estuve con (el fallecido secretario de Derechos Humanos) Eduardo (Luis Duhalde) y le dije que iba a declarar como testigo, porque además sentí que con el gobierno de Néstor Kirchner tenía más garantías”, evoca.
En 2005 Marileo declaró ante el juez federal de Rawson, Hugo Sastre, instructor de la causa, y en agosto de este año lo hizo ante el Tribunal Oral Federal de la provincia, en el juicio público que culminó en la sentencia del pasado martes.
“Yo decía: el día que declare, no me callo más. Esto es algo que lo llevo muy adentro. Como dije en el Tribunal, yo lo único que pedía es que se haga justicia. Y se hizo, che”, reveló. Hijo de madre soltera y muy pobre, Miguel fue de pibe lustrabotas, vendedor del diario La Jornada y a los 16 años consiguió su primer empleo formal en la funeraria Melluso, que era la única de Trelew.
“Había muerto mi padrastro y no habíamos pagado el servicio, porque en ese tiempo te daban un plazo para pagar el cajón de tu familiar. Me fueron a cobrar y el dueño me dice: «¿No querés trabajar en la funeraria?» Y ahí arranco, a los 16 años”.
Doce años después seguía trabajando en Melluso, cuando el 15 de agosto de 1972 “se escapan los chicos de la Unidad 6”. Así refiere a la cárcel federal de máxima seguridad en Rawson y la fuga de presos que militaban en organizaciones guerrilleras.
“Y ahí en el aeropuerto (19 de ellos, que no habían alcanzado a completar la huída en avión a Chile, como sí pudieron hacerlo otros seis), llegan a un arreglo con participación del juez, un tal (Alejandro) Godoy. Llegan a un acuerdo para que los devuelvan a la Unidad 6. El periodismo estaba ahí, me acuerdo que estaba un amigazo, el que les hizo el reportaje, Daniel Carreras”, describió.
Sin embargo, los llevaron a la base Zar. “Yo siempre digo que fue el camino a la muerte”, sigue Miguel.
Sobre el fusilamiento de la madrugada del 22 de agosto, recuerda que la ciudad se conmocionó al conocer en la mañana las primeras versiones sobre la matanza y que, “a eso de los cinco de la tarde, cae un camión (militar) a la empresa” Melluso para comprar y llevarse 16 ataúdes.
Cerca de la medianoche, escucha la frenada de un vehículo, oficiales de la Armada golpean la ventana de su casa, le preguntan si es Miguel Marileo y le dicen que tiene que ir con ellos a la base Zar en un camión “que estaba lleno de milicos armados”.
“Ya en la base, viene un colimbita y me dice: «Jefe, nosotros no los matamos. Los mataron Sosa y su pandilla»”, narra Miguel en alusión a Luis Sosa, uno de los tres represores condenados esta semana. La conversación se corta y después lo hacen pasar al lugar donde estaban los cuerpos sin vida de los 16 asesinados.
“De un lado había ocho y del otro había ocho. No sabés qué impotencia me agarró. Empecé a mirarlos uno por uno. Junto a la cabeza, tenían una bolsita con el nombre y los plomos que le habían sacado. Ahí me encuentro con Mariano Pujadas, al que más le habían pegado, unos 12 impactos de bala por todo el cuerpo y lo habían abierto y lo habían cosido como a una bolsa”.
Marileo describe detalles como si los estuviera viendo, menciona otros nombres de fusilados y se detiene en el mismo punto del relato que lo quebró en llanto cuando habló en un acto en la base Zar en mayo último, ante numerosos familiares de los fusilados, en la víspera del comienzo del juicio.
“A Sabelli no le veía impactos de bala. Veía que le estaba corriendo sangre detrás de la cabeza, entonces meto la mano y al tocar me di cuenta que le habían metido el (único) tiro en la nuca, sin orificio de salida”, repite, esta vez más tranquilo.
En las horas siguientes de esa madrugada del 23 de agosto, Miguel puso los cuerpos en los cajones, soldó sus tapas, las desoldó por una contraorden y luego las soldó otra vez.
Pero concluida esa tarea seguía retenido en la base junto al dueño de la funeraria, a quien le dijo pasado el mediodía: “Viejo, me parece que estos no quieren que volvamos. Yo creo que somos los únicos testigos acá adentro y estos nos van a matar”.
Por la tarde, sin embargo, los llevaron de vuelta a la funeraria y fue ahí donde el oficial que lo dejó le dijo: “Vos no viste nada. Vos tenés un hijo muy chico y no viste nada ni estuviste en la base”.