Desentrañar la vida. Eso es ser madre. Con el cuerpo propio hacer carne la metáfora inexplicada de la existencia. Dar a luz el secreto más guardado. Desentrañar. Sólo pueden ellas. Nosotros, no. Ellas pueden elegirlo. Nosotros, no.
Y es además el llamado de la sangre. Todo un signo, ¿no? Una no metáfora hecha gesto que te une a la sangre de ella, la de tu madre. Ese llamado fue cuando ella, mi vieja, pegó el grito y me dijo que le alcanzara una toalla, que no me asustara, que le avisara a mi padre para que la llevara al hospital. Pero que llamara a mi viejo porque le salía sangre de su nariz. Y de ahí, siempre.
La sangre tira, dice la sabiduría popular. Nunca imaginé que tirar era empujar a la angustia. Hacia el abismo del miedo de alguien invencible que sangraba. Tu madre, así nos enseñan, es la diosa invencible que puede. Puede todo. Puede hacer esos tallarines con sólo abrir una alacena y golpear harina hecha masa. O puede, con esa misma harina, hacer budín inglés sin frutas abrillantadas y espantosas, si a nadie le gustan, yo no sé para qué se las ponen. Puede llevarte al club, ella puede llevarte a la plaza, a la casa de tu amigo de la cuadra. O puede no. El poder de una madre no sólo es el poder sino el poder no poder. Poder no querer. Poder no dejarte. Puede convencer a tu viejo, puede mejorar una mañana de lluvia. Más tarde fue saber que las hemorragias nasales son la herencia mediterránea de los abuelos piemonteses que abandonaron las alturas de los Alpes, donde la nariz no se lastima, para venirse a la ciudad del río color marrón donde se viene a hacer la América.
Hoy pensé en algún festejo especial. Y pensé en ella y en todas. En esas mujeres como mi madre, de su edad, de su esfuerzo, de su generación, que nos enseñaron sin tanto discurso alambicado lo básico que la educación hoy desconoce. Ellas tampoco sabían de nuevas pedagogías. Sin embargo, fueron capaces de recorrer con convicción el camino dándonos la mano. Porque eso hizo ella. Darme la mano en medio de la oscuridad que era esa nueva experiencia, ese parto al saber. Se dice que el inicio de todo el pensamiento griego fue el hacer de la partera madre de Sócrates. El que murió con un sorbo de cicuta dijo que aprendió todo de su madre. Ella no daba vida: apenas si la ayudaba a nacer. Él no enseñaba: apenas si ayudaba a dar a luz al conocer.
Ni ella ni tantas como ellas estarán en los libros de la historia nuestra. Y merecerían. Vaya si lo merecerían. Fueron paridas cuando hacía poco que al Peludo lo había volteado el primer golpe de la historia. Vieron nacer el movimiento del general y la artista que proponía hacer escuchar la voz de los grasitas. Es cierto que había en los dos bandos. Del lado de la abanderada de los humildes, de las que lograban su primera máquina de coser, su sidra y su sensación de haber sido tenidas en cuenta por primera vez en la gloriosa historia nacional. Y del lado de la Unión Democrática, de los contreras que se negaban a saber de la razón de la vida de ésa, de no hacerse argentinos para conseguir un trabajo en el Estado. Mi vieja iba a la escuela y por decreto difundido en cadena nacional el crespón negro era imprescindible para entrar al aula. Yo no creo que haya sido gorila. O tan gorila, al menos. Y a la escuela, claro, no pudo entrar. La misma escuela que nuestras viejas conocieron (¿padecieron?) manejadas por monjas, catecismo a la mañana, promesa de infierno eterno por sólo el pecado de pensamiento, ducharse con camisones si les tocaba ser pupilas. Y, sin embargo, la marca que le dejaron fue menos fuerte que sus genes. Cuando yo tuve que tomar la comunión, hoy mismo me lo acordaba, ella advirtió que no había motivo para tanta plata para el uniforme innecesario. Hasta que llegamos a octubre y el cura repartió las tarjetitas para ir a comprar el saco y el pantalón gris, el moño blanco, el misal forrado en cuero claro. Ya dije que no, recordó ella. Aquí se hace lo que manda el altísimo, advirtió una colaboradora del sacerdote que, por cierto, no aclaró si era mandato del más allá o del hombre de sotana negra que era bien alto. Entonces, ella fue a la Iglesia de la otra punta del barrio y congenió con el cura español recién llegado. Guardapolvos almidonado (nunca se lo perdoné) y portafolios de cuero marrón clarito, el cuerpo de Cristo había llegado sin tanto vestuario.
Y ella, ellas, pasaron más. El golpe que expulsó al Pocho en cañonera, el desarrollista que no pudo desarrollar casi nada, el médico acusado de tortuga, el golpe de bastones largos y neuronas escasas y tanto más. ¿Por qué comemos fideos todos los días, mamá? Porque somos italianos. Originalidad para paliar la crisis. El tío, Isabel, el milico con pretensiones de pantera rosa. Ahí casi volvemos a Italia, pero nos agarró la devaluación con un pie en Ezeiza. Luego el preámbulo recitado con poesía. La revolución productiva, sus jubilaciones hechas pelota, el doctor prolijo y autista, la noche de los cinco presidentes, el que depositó dólares recibirá papeles, el dueño de una nueva revolución y una mujer con la que muchas de ellas, se miran distantes. Todo lo que vos y yo recordamos como historia reciente. Y ¿sabés qué? Siempre con la convicción de que la cosa iba a mejorar. No te hablo de optimismo bobo o de superficialidad en la esperanza. Te hablo de la fuerza de hembra golpeada que se para sobre sus heridas y desea el mejor horizonte para su cría amada. Hay cosas que le admiro como propias. Su permanente deseo. Desear. Desear. Desear.
Hoy es el Día de la Madre. Un día de ruidos exteriores. Poco espacio para la curiosidad. ¿No tenés curiosidad por saber si tu madre es feliz? ¿Si fue feliz? Maldigo la hora de ser, todos nosotros, tan occidentales y cristianos y cargar con esa pornográfica culpa inculcada por los que mandan. Los que tienen uniforme, sotana o el poder desnudo supieron montarse en una frase parcial del que se dijo hijo del Padre y extorsionarnos con la culpa por el placer vivido. Placer de la carne, del cuerpo, del pensamiento, de la obra o de la omisión. ¿Qué es esto de disfrutar cuando serán bienvenidos los pobres, los enfermos, los dolientes? ¡Mienten!, tengo ganas de gritarles. Que ellos sean los que entren al imaginario reino de algún cielo no implica que debemos empobrecernos, enfermarnos, tener dolor como modo de vida. Debemos procurar aquí, amándonos los unos a los otros, lo mejor. Y si esa ley no se cumple y hay quien sufre, le será compensando. A los que crean.
Y vos, vieja: ¿sos feliz? ¿O fue mucho el sacrificio hecho en pos de esa fantasía del premio eterno? Y no te hablo de tus hijos, de tu esposo, de tus amigos. Te hablo de vos.
No sé que regalarle, pienso una vez más. Prohíbo el electrodoméstico que es la invitación a más trabajo, o el libro que se compra con el escaso esfuerzo de mirar el estante de los mejor vendidos. Las flores acompañan, los perfumes son tantos, la ropa es tan personal. Ojalá supiera festejarle la fuerza, la polenta de estos años que la quiso doblegar con anestesias y medicaciones eternas. Y no pudo. No puede. Porque ella, lo digo orgulloso, pelea.
Desearle que sea feliz. Eso quiero regalarle. Y agradecimiento por desentrañarme mucho de la vida. Y mi vida propia. Por haber parido algunas certezas y tantas ganas de preguntar. Por lo de antes y por lo que vendrá. Y decirle que ahí estaré para festejarle la decisión. La que sea. Es el mejor regalo. ¿No?