Hace ya un tiempo, (no sé cuánto ni tiene importancia) escribí, precisamente, unas breves líneas sobre eso, sobre el tiempo. Recuerdo que dije en esa oportunidad, luego de observar el universo en una noche en la que uno procura con sus reflexiones ir más allá de lo cotidiano, que “desde mi átomo, o quizá desde un minúsculo neutrón, observo extasiado, maravillado, pero temeroso, ese fantástico infinito eterno. Sí, tengo miedo, miedo de que este mundo, insignificante, sea no más que nada, o poca cosa. Y como si no bastara con el probable suceso que me envuelve en temor, recuerdo que el tiempo se invierte en vanidades ¡Necedad de necedades!”
Claro que múltiples pensadores, filósofos, teólogos, políticos, científicos y artistas, han hablado con mayor autoridad que yo de esta cuestión que es determinante para la vida del ser humano ¿Qué podría añadir, pues, ante semejante cúmulo de tesis, demostraciones e incertidumbres? Nada. Sin embargo, sí se pueden recordar algunas ideas para ponernos en caja, como habitualmente suele decirse, y comprender que, como afirmaba el libertador de los esclavos afroamericanos, Lincoln (para no recordarlo siempre como el presidente asesinado) lo que importa no son los años de la vida, sino la vida de los años. Son cosas distintas, desde luego, porque los años de la vida son sólo el permanecer, el existir, pero no el vivir. Vivir demanda, exige, un respeto por el tiempo que se traduce en la buena inversión que se haga de él. Y el saber qué es la buena inversión, da a cada persona su grado de sabiduría.
Cualquier persona sabia dirá que la mejor inversión está dada por el acrecentar las riquezas del orden espiritual, moral o intelectual, lo que no supone abdicar, como erróneamente enseñan algunos, de las riquezas materiales, porque unas y otras no confrontan. El desarmonizado, el fuera de juego, siempre es el ser humano y no sus posesiones. Un hombre rico puede ser justo, si se lo propone, en tanto que un pobre puede ser un resentido causante de no pocos males a sí mismo y a su entorno. Es cierto que el “sistema altamente competitivo e individualista”, atrapa en frecuentes ocasiones al corazón del hombre tornándolo mezquino, impiadoso, injusto a la hora de la carrera por la disputa de los bienes materiales, pero no es un problema que deba adjudicarse al propósito u objetivo, sino a la actitud mental y espiritual de cada persona.
A esta carrera por la posesión de bienes de la que hablo, hay que añadirle las otras: las carreras por el poder y la fama. Y en estas maratones, entra a tallar la cuestión del tiempo y del tiempo invertido. No puedo dejar de recordar que el tiempo, por cierto, es una creación de la razón humana. No le pregunten al león de la sabana africana, ni al gorrión de nuestros aires, qué cosa es el tiempo, porque vano será el interrogante. Ellos se dedican a vivir libre de especulaciones. Poco le interesa a la paloma que cada mañana se posa en el balcón de mi departamento si tiene más arrugas, menos días de vida. Estos seres sólo (¿sólo?) se dedican a vivir libres de las ataduras que el tiempo impone al ser humano, y no les preocupa el advenimiento de la muerte. En este sentido, y como muchos pensadores han sostenido, la razón y su capacidad cognoscitiva suelen ser un lastre, porque para ser feliz a veces es mejor ignorar ciertas cosas. Parece una idea descabellada, pero algo de verdad hay en eso. A tal punto que Tolstoi, el genio de la literatura, sostuvo que “La razón no me ha enseñado nada. Todo lo que yo sé me ha sido dado por el corazón”. De una verdad incontrastable, que no todos son capaces de comprender por la profundidad de la simpleza.
Lo cotidiano nos habla de tiempo mal invertido. Por ejemplo: las permanentes disputas entre gobierno y opositores; ausencia de políticas de Estado, suplantadas por meras políticas electorales (que sumen al ser humano en la desgracia); tiempo destinado a contaminar el medio ambiente por el oro, con el efecto de graves enfermedades que pululan y matan; tiempo para absurdos e incomprensibles desencuentros familiares; tiempo para ser esclavos de las pautas que impone el mercado; tiempo para nuevas modas y culturas que ensalzan lo efímero y vano menoscabando valores esenciales; y en general hay un hombre dedicado a malgastar su tiempo en lo pasajero, eso que pierde de vista lo bueno y perdurable.
Un dirigente gremial, me recordaba ayer que “la mortaja no tiene bolsillos” y ha quedado demostrado, por lo demás, que las riquezas depositadas en las cámaras mortuorias de los famosos, en la antigüedad, pasados los siglos siguieron allí y no pudieron ser transportadas al otro lado del Aqueronte. Sólo sirvieron para bien de los asaltantes de tumbas ¿No es todo un testimonio?
Y mientras el ser humano muchas veces pierde el tiempo en la superficie de la vida, como dice la canción de Alan Parsons, “el tiempo sigue fluyendo como un río” y “los te amo” y aquellas acciones que crean la verdadera felicidad están lejos, más allá de lo cotidiano.