El documento de la Iglesia católica de esta semana quedó atrapado por la lógica amigo-enemigo que domina por estos tiempos. Desde el vicepresidente Amado Boudou, que dijo: a quién le importa lo que dicen los obispos; hasta los sectores de derecha, que creyeron ver un mensaje indiscutible del más allá sobre la política argentina, se ha escuchado de todo. Nuestro país es de origen eminentemente católico. De eso no hay dudas. Con muchos más creyentes en sus casas que en las iglesias, en determinados casos echados de los templos por lo preconciliar de algunos de sus pastores y, en otros, en palmaria demostración de los que son “católicos pero no de comunión diaria” para adecuar cierto grado de convicción de que la religión es un club de amigos que permite adaptar las reglas a las necesidades de cada integrante, sería ingenuo no entender que los jefes de los seguidores de Cristo no influyen en el devenir social local.
¿Tienen derecho los obispos a opinar sobre la realidad política argentina? Tienen, cómo no. Como cualquier ciudadano igual ante la ley y con el reconocimiento de cierto grado de representación de la comunidad, aun de los que no creemos. ¿Tiene derecho la clase política a debatir sobre lo que los hombres de sotana dicen? Por supuesto que sí. El único lugar donde el hombre católico puede rehusar someterse a las opiniones contradictorias es en los dogmas o en las tradiciones religiosas, que son indiscutibles en la Iglesia. Que, de paso, el que las acepta lo hace libremente aun sabiendo que hay verdades ex cátedra irrefutables, expresiones de fe ininteligibles con la razón e incluso opuestas a ella. Nadie está obligado a creer en la ley católica. Ahora bien: aceptada, a llorar a la iglesia o a salirse de ella.
¿Qué dijeron los obispos?
Luego de invocaciones religiosas propias de los pastores de la Iglesia, el documento emitido a 30 años de la democracia y unos días antes del 7D, según el cristal detectivesco del no poco creativo senador nacional Aníbal Fernández, imbuido en su tradicional exceso de sospecha, la Conferencia Episcopal se aboca a algunas cuestiones terrenales dominadas, dicen, por una gran crisis cultural y moral.
“La dignidad de la vida desde la concepción hasta su término natural es la base de todos los derechos humanos. Reiteramos, una vez más, que el ordenamiento jurídico debe respetar el derecho a la vida”, dicen. Otra vez, no hay sorpresa, la condena implícita al aborto. Ahora, ¿cuál es el “término natural” de la vida? ¿Puede sospecharse un cuestionamiento al derecho natural de evitar ser sometido a tratamientos de encarnizamiento médico sobre un paciente que no lo desea para extender artificialmente la vida? ¿Puede verse cuestionado el concepto de muerte cerebral que admite la ablación de órganos y su consiguiente donación? No se sabe. En todo caso, hay que recordarles a los obispos que la ley argentina permite ambos supuestos mencionados y que ella rige tanto para creyentes como para no creyentes y que todos pueden elegir con libertad.
“La familia, fundada sobre el matrimonio entre varón y mujer, es un valor arraigado en nuestro pueblo. Anterior al Estado, es la base de toda la sociedad y nada puede reemplazarla”. Tampoco hay sorpresa aquí en la condena indirecta al matrimonio igualitario. Que no haya sorpresa no elimina que aparezca un cierto fastidio por la obsesión de estos pastores a la hora de condenar un acto de amor como el de dos personas, de mismo o diferente sexo, que dicen contraer un compromiso para acompañarse en la vida. Es un acto libre, de afecto, sin abuso como sucede en otros casos que no resultan condenados. Nadie pretende reemplazos, sustituciones o dinamitar supuestas bases ancestrales. Se trata de sumar derechos y no restar. Dicho por quienes rehúsan todo contacto físico, propio de la naturaleza humana, so pretexto de mejor dedicación al más allá, insistir con estas críticas los hace cuanto menos extemporáneos y “llamativos” a la hora del análisis psicológico.
Por fin, y luego de insistir con la familia como núcleo educador con el derecho preponderante de los padres de impartir las enseñanzas primeras a sus hijos, el documento se adentra en la cuestión más política. “A casi treinta años de la democracia, los argentinos corremos el peligro de dividirnos nuevamente en bandos irreconciliables. Se extiende el temor de que se acentúen estas divisiones y se ejerzan presiones que inhiban la libre expresión y la participación de todos en la vida cívica”, dicen los obispos.
Parece justo señalar que hoy se ha entronizado una convicción en el debate político que sostiene que no hay chances de admitir una parte de la razón en el adversario sin que no sea visto como un gesto de debilidad. Quizá suene fuerte invocar a “bandos irreconciliables” como hace la Iglesia en su documento. Pero uno cree que, más allá de algún matiz semántico, la expresión es bastante cercana a la realidad. Hoy día, en el común de los que integramos la comunidad gustosa de hablar de política, las chances de debatir y especialmente de disentir son escasas. Se ha hecho norma un modo de construir poder que exigió de lealtades expresas y fuertes cuando se salía de la hecatombe del 2001 y la elección de las urnas no otorgaba más que un 20 por ciento de apoyo a los más votados. Pero de eso pasaron casi 10 años. Y hoy, estar con el gobierno implica aceptar las verdades K como los obispos las palabras ex cátedra del Papa. De la misma forma, integrar el sector crítico a quien ostenta el poder es no admitir un solo punto de acierto de las tres gestiones comenzadas en 2003 bajo pena de ser funcional a él. Los propios sacerdotes podrían haber invocado el relato bíblico de los tibios vomitados. Hubiera sido bueno que en el documento se aclarara que ésa no es la filosofía del cristianismo sino la excepción ante la hipocresía. Los textos que cuentan la historia del incomparable joven que en 33 años fundó un pensamiento basado en el amor al prójimo como a uno mismo rechazan, condenan y vomitan al hipócrita que dice blanco y actúa negro. Ésos son los tibios. Los que no admiten, por dar dos ejemplos de hoy mismo, que no se puede cacarear de progresista si un jubilado cobra 1.900 pesos y espera 15 años un juicio de reajuste, o que es superador proclamar la modernización sindical sentados a la mesa de Luis Barrionuevo y los gordos del sindicalismo corporativo. No se habla de la tibieza de conceder al oponente un cierto grado de razón.
También se es tibio y favorecedor de “bandos irreconciliables” si en un documento pastoral no hay un solo reconocimiento a hechos positivos en la misma política que, con cierta justeza, se critica. Los seis tópicos firmados por monseñor Arancedo y sus colegas no reproducen ni un saludo de beneplácito a nada. ¿No se parece mucho a una proclama de un partido de oposición que se corre al otro bando irreconciliable?
Por fin, sería bueno escuchar de boca de los que cuando opinan suenan más fuerte que los ciudadanos de a pie que la enorme mayoría no pertenece a las escuadras de esos bandos sin posibilidad de diálogo de la política argentina. Allí hay una legión de gran número que puede criticar en pos de mejorar, apoyar sin ser dogmático y, a pesar de eso, no ser tibios. Mucho menos, deseosos de merecer el vómito del desprecio.