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Inédito relevamiento de la vida en las islas frente a Rosario

Por Claudio de Moya.- Abarca 24 mil hectáreas y lo realiza El Paraná no se Toca. Aves, mamíferos, reptiles y vegetación se registran con rigor científico.

¿Cuánto hay que viajar para observar, por ejemplo, al búho más grande de Sudamérica? ¿O a un pájaro que llega migrando desde el Ártico, como el aguilucho langostero, o a otro que lo hace desde la Patagonia? ¿Y cuánto para encontrar una culebra gigante de tres metros de largo, o bien reencontrarse con el lobito de río y el gato montés? Nada, o casi nada: basta cruzar el río frente a la ciudad para internarse en un paisaje de diversidad biológica única, aunque siempre acechada, de aves, mamíferos, reptiles, peces y vegetación. Una abundancia de vida que contrasta con la orfandad de documentación sobre la misma. Sobre este último vacío se puso a trabajar el colectivo El Paraná no se Toca, que a fuerza de remo y bolsillo propio, tiempo, investigación y disparos fotográficos inició un ambicioso relevamiento de la flora y fauna de los humedales, que abarca una extensión de nada menos que 24 mil hectáreas. El proyecto suma nuevas voluntades día a día, pero además construye vínculos con grupos e instituciones locales, incluso de otros países. La idea, que ya se está materializando, es transformar a Rosario en una fuente generadora de información, catalogamiento y registro de las especies que habitan las islas del Alto Delta. Una forma, a su vez, de contagiar el amor hacia un territorio amenazado por el avance de explotaciones agropecuarias intensivas o “visitantes” desaprensivos. Y revertir la presión depredadora que lo acecha.

El Paraná no se Toca es un grupo autoconvocado de kayakistas, biólogos, docentes, ambientalistas, fotógrafos y otras muchas profesiones o pasiones. Se formó originalmente para darle visibilidad a la amenaza ecológica que representaba un megaproyecto arrocero en las islas entrerrianas, al que una ley de la vecina provincia le garantizaba un siglo de concesión. Con un perfil en Facebook y varias movilizaciones, entre otras acciones y junto a otros actores, lograron instalar allí el conflicto –hasta entonces invisible– entre la avidez de un gran negocio y la preservación del hábitat. Luego fue el turno de desenmascarar a los ganaderos y hasta a intentos sojeros que construyen terraplenes para transitar con sus vehículos, transportar sus animales o secar grandes extensiones para la siembra, taponando cursos de agua imprescindibles para la vida en un cambiante pero frágil ecosistema. Sin embargo, no descansan en la actitud contestataria. “Es muy fácil quedarse en la queja, decir que está todo mal, ponerse del lado de enfrente. Distinto es decir: tenemos esto que es maravilloso y está en peligro, empecemos a comunicarlo”, explica Maximiliano Leo.

“Nuestra idea fue ocupar el vacío (de registros) que había en la zona. Porque las informaciones de especies o las ambientales no existen en la franja de 300 kilómetros que va desde el Delta bonaerense hasta el Parque Nacional Predelta de Entre Ríos, que está cerca de Diamante. No había nadie que estuviera viendo, aprendiendo y difundiendo. Fue tomar esta posta”, sigue.

El “núcleo duro” de observadores es de siete personas. Ya detectaron y registraron con rigor científico 139 especies de aves y nueve de mamíferos. En el primer caso, el trabajo incluye la construcción de planillas que cuantifiquen las poblaciones y sus migraciones, para lo cual permanecen en contacto con organismos e institutos del país y el exterior con los que intercambian ese conocimiento.

Todas las semanas, en grupos, se organizan salidas en kayak a las islas de acuerdo a una reticulación previa del terreno. Se acampa, se sacan fotos, se montan “cebaderos” para atraer a los animales, se registra todo y se consulta bibliografía o se pide la colaboración de expertos para catalogar especies –con su nombre científico y aquel con el cual lo designan los lugareños– y movimientos de aves, mamíferos, peces y reptiles, o tipos de vegetación.

Con esfuerzo costearon de su propio bolsillo y compraron en Estados Unidos una cámara trampa: es un dispositivo fotográfico dotado de sensores de calor y movimiento que dejan en la isla para “atrapar” en imágenes animales de hábitos nocturnos y de comprensible celo ante la presencia humana. Para esto, antes hacen un relevamiento de los lugares que transitan los “bichos” en cuestión. Así consiguieron el primer registro fotográfico del gato montés en el humedal frente a Rosario, imagen que recorrió el país hace unas semanas. Y después lograron también retratar al zorro de monte, de un subgrupo diferente al que suele verse en el campo.

Parte de esta información se reproduce por internet en varios blogs (ver aparte). Y mucha más se comparte con instituciones de Santa Fe, otras provincias y el extranjero. Así, se logró tejer una red de datos e incluso se fomentó el acercamiento con otros grupos, algunos de los cuales sumaron a sus inquietudes originales la de explorar con más detenimiento la vida de estos humedales. Como el Grupo Flora y Fauna, el Club de Observadores de Aves Federal Rosario, y el Club Rosarino de Acuaristas. También trabajan con Mario Domínguez, hijo de Raúl, “el Pintor de las Islas”, que tiene un museo en la isla Charigüé. Y con los investigadores del Acuario de Rosario, cuyas nuevas instalaciones se construyen en el parque Alem.

La rigurosidad y constancia con la que encaran estos seguimientos despertaron ya el interés de varias instituciones. “La gente del Museo de Ciencias Naturales de Santa Fe está interesada en que empecemos a hacer publicaciones desde acá, de carácter científico, con registros geolocalizados de estas especies para armar un mapa de distribución nacional”, cuentan Maximiliano y Pablo Cantador, otro integrante de El Paraná no se Toca. Otro de los contactos es el biólogo Alejandro Giraudo, especialista en serpientes e integrante del Comité Mixto que trabaja en una de las áreas que ya son consideradas de importancia clave por un convenio internacional que se firmó en 1975 y que hoy cuenta con la rúbrica de 160 países. Se trata del Sitio Ramsar Jaaukanigás, voz abipona que significa gente del agua.

“Tenemos la isla separada en dos tramos, por la dificultad que implica movernos en kayak. La zona grande, que va desde el puente Rosario-Victoria hacia el norte hasta el arroyo Timbocito (a la altura de la localidad de Bella Vista), y al este hasta el arroyo San Lorenzo”, explica Maximiliano, y cuantifica el área: 23 mil hectáreas, nada menos. Es la división más complicada, por su extensión, y la de menor población estable por lo que, además, sufre una alta presión destructiva.

La otra región bajo estudio es “la comprendida por las tierras que Carlos Deliot le donó en la década de 1930 a la Municipalidad de Rosario”, suman. “Y algunas hectáreas del vecino Rafael Sugasti, quien nos permite entrar a su propiedad y hacer los inventarios sin problemas. Esta es la isla más cercana a Rosario. Empieza a tres kilómetros del Monumento a la Bandera, en la Boca de los Marinos, es un trapezoide que termina en el puente”, completan Maximiliano y Pablo.

El área de es unas 1.200 hectáreas. Una zona complicada, además, por la presencia de los ganaderos que levantan terraplenes para transportar sus animales, cortando arroyos que ofician de corredores biológicos para los peces, secando lagunas y modificando los patrones de escurrimiento del agua. Algunos de ellos, además, “usurpadores” de las tierras rosarinas, olvidadas por el Ejecutivo local luego de que en 1999 el entonces intendente Hermes Binner prometiera la creación de una reserva natural protegida en toda el área.

Maximiliano, Pablo y el resto de los que cargan con el mayor peso en los relevamientos –a los que se suman muchos más– hace años que navegan, acampan y estudian las islas del Paraná. Pero lo que empezaron a ver les hizo dar una vuelta de timón: del amor y el placer individual por los humedales “de enfrente” pasaron a un compromiso social por su preservación.

“Hemos aprendido un montón, sobre todo que lo que vemos hay que comunicarlo. Antes encontrábamos lo que llamábamos un reservorio, un sitio que habita una especie con algún grado de peligro, y no lo comunicábamos, nos guardábamos la información. Cuando vimos que todos estos humedales estaban en peligro, cambiamos la forma de trabajar y dijimos: «Lo tenemos que decir». Si no generamos una demanda social, si no mostramos lo que es este lugar, cómo vamos a hacer que la gente quiera defenderlo. Fue un cambio de mentalidad”, rememoran para recalcar que la voluntad, firme y de todos, es no quedarse en la queja.

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