Ciudad

La inquebrantable voluntad de hacer del mundo un lugar mejor

Por Santiago Baraldi.- El Ciudadano indagó en cuatro historias en las que el trabajo anónimo y desinteresado de pocos alivia el dolor de muchos.


La historia del voluntariado en Rosario se remonta a los orígenes mismos de la ciudad, cuando las Damas de Beneficencia, hace 158 años, promovían la tarea o las monjas del Hospital Clemente Álvarez asistían ellas mismas a los enfermos.

La Semana del Voluntariado tuvo su cierre el pasado miércoles con más de 700 voluntarios que colmaron el teatro La Comedia, donde la intendenta Mónica Fein agradeció la tarea a las más de 45 instituciones y ONGs que de manera silenciosa, en cada una de sus actividades, hacen la vida un poco más digna y llevadera a los demás, personas que contagian optimismo ofreciendo parte de su tiempo –y no la parte menos valiosa– al prójimo.

El secretario General de la Municipalidad, Jorge Elder, destacó que la intención primordial fue “hacer más visible lo que es el voluntariado en Rosario, respetando la heterogeneidad de cada organización”.

“La idea –marcó Elder– es que se sume la mayor cantidad de personas para que toda la comunidad se entere”.

Por su parte, la secretaria de Salud municipal, Adela Armando, recordó a todos los estudiantes voluntarios de las facultades relacionadas con las Ciencias Médicas que trabajan en la detección de VIH Sida, por ejemplo. “Muchos se quieren sumar pero no saben cómo hacerlo. La Semana del Voluntariado confirmó, una vez más, que la ciudad siempre dio muestras de ser solidaria”, completó.

En el mismo sentido, El Ciudadano indagó sobre cuatro historias de voluntariado, apenas unos botones de muestra entre cientos, miles de historias de personas que, empujadas por una fuerza invisible, tratan de hacer del mundo un lugar mejor.

Cecilia Fornaglia: “Recibimos más de lo que damos”

Cecilia Fornaglia es jefa del voluntariado del Hospital de Niños Víctor J. Vilela. Trabaja en el servicio de neurología hace 18 años. Dejó su carrera de fonaudióloga para dedicarse de lleno a los chicos junto a 80 mujeres, siendo uno de los voluntariados más antiguos y organizados de la ciudad. “Por iniciativa del entonces director del Hospital, el doctor Suasnabar, en 1968 se impulsó el voluntariado, siendo Marta González de Costa, la primara jefa”, recuerda Fornaglia. Y asegura que “siempre” sintió la necesidad de estar y compartir con los chicos que allí están internados.

El Vilela cuenta con un grupo de mujeres que promedia los 60 años. “Pero tenemos de 90 y 20 también, y entre todas cubrimos todas las áreas del hospital. Para dedicarle tiempo a esto hay que estar muy convencida, es hermoso a pesar de estar tratando con chicos enfermos, recibimos mucho cariño de ellos lo mismo que las familias. Cuando realizamos un video tomando el testimonio de las voluntarias el común denominador de las respuestas fue: «Recibimos más de lo que damos». La sonrisa de un nene que hace meses que está internado con una enfermedad crónica, y sin embargo el chico te sonríe y juega con una y eso te deja maravillada…”, sostiene.

Asimismo, las voluntarias están a cargo del Costurero, local que funciona en Amenábar e Italia, donde se confecciona ropa adecuada para los chicos internados: pijamas, batas especiales que requiere el servicio de oncología, toallas, “o cuando no se pueden colocar ropa ajustada entonces se confecciona ropa un poco más grande”. Todos los materiales se obtienen de donaciones que hacen particulares y empresas, además se realiza el té anual para recaudar fondos: “Tenemos nuestra comisión directiva y nos regimos por un reglamento donde cada voluntaria se compromete a un horario y un día en especial, que son como mínimo de cuatro horas semanales”.

Si bien el Vilela tiene el voluntariado más organizado, en la Maternidad Martin, por ejemplo, hay un grupo de unas 15 voluntarias. “En el Hospital Centenario hay pocas voluntarias y están pidiendo para el Heca, nosotros somos el grupo más grande”, explica. La jefa del servicio agrega que el trabajo en el Vilela le hizo ver las cosas desde otro lugar: “Cuando una tiene hijos y se preocupa por cosas banales o porque se llevó una materia y el chico que está ahí internado tiene la edad del mío, sin la posibilidad de seguir la escuela… La verdad que la queja es injusta y las voluntarias lo tenemos muy claro. El compromiso es hacer que ellos se sientan de la mejor manera posible”.

Gustavo Farrugia: “No hay agua pero hay celulares”

Hace diez años el médico Gustavo Farrugia comenzó haciendo asistencia pediátrica en las zonas rurales del gran Rosario. Luego fundó la ONG La Higuera, que actualmente asiste, en uno de los lugares más inhóspitos y duros del país como el norte chaqueño, junto a otros 30 médicos rosarinos, todos voluntarios. Javier Marsicontti, justamente, es hijo del monte chaqueño, llegó a Rosario a los 10 años y sabe que las carencias de ayer son las mismas de hoy. Mariscontti conoció a Farrugia en 2008, jugando al fútbol; enterado del trabajo se sumó al voluntariado como administrativo de la ONG.

Actualmente los médicos de La Higuera asisten a 2.500 chicos que están recibiendo tratamiento contra el Mal de Chagas en el norte de Chaco, en el paraje Miraflores, donde el año pasado compraron 30 hectáreas para levantar allí un minihospital. Mariscontti hace malabares para golpear las puertas de los privados y con esos aportes se compran los equipamientos. “No contamos con ayuda estatal ni subsidios, compramos una camioneta 4 x 4 para poder llegar a lugares donde no hay nada de nada, donde las comunidades indígenas viven alejadas de todo”, explica el voluntario.

Con el aporte de empresas lograron obtener un colectivo que se remodeló, transformándose en un dispensario móvil. “Así se visitan escuelas rurales para hacer ahí mismo controles pediátricos y odontológicos”, agrega Mariscontti.

El trabajo de La Higuera está reconocido internacionalmente a tal punto que en abril de este año la cadena qatarí Al Jazeera realizó un documental sobre el Chagas y se contactaron con ellos para conocer la enfermedad. “En esa zona del Chaco la medicina es inaccesible, todo queda lejos, La Higuera compró 30 hectáreas, donde hay desnutrición infantil, hambre de verdad… Un lugar donde paradójicamente no hay agua, pero sí antenas de celulares. Los indígenas buscan agua en aljibes o pozos contaminados, algunos la hierven, otros la toman directamente… Si no se logra una buena salud, es difícil que puedan salir adelante”, advierte Mariscontti, atento a las necesidades de los 20 médicos rosarinos que cada 10 días viajan allí, únicamente para ayudar.

Mónica Alfonso: “Una palabra cambia el ánimo”

Mónica Alfonso es coordinadora del programa La Hora del Cuento desde el año 2004, convocada por la Secretaría de Cultura de la Municipalidad. Más de 30 voluntarios van a leer y narrar a escuelas públicas de barrios pobres los días jueves; en la Biblioteca Argentina lo hacen para personas adultas cada viernes, pero también asisten a la Escuela para Ciegos Luis Braille o a los internos del Cenaih, el Centro de Apoyo Integral Hemato Oncológico.

“Una cosa es narrar y otra es leer, los voluntarios hacen las dos cosas. Al principio leen y luego van adquiriendo experiencia, seguridad y teatralizan el cuento, con elementos que ellos fabrican, entonces llevan muñecos o sombreros o algún detalle que a los chicos les resulta más llamativo”, explica Alfonso, a cargo del programa que cada martes entre las 17 y las 20 se convoca en el Centro Cultural Bernardino Rivadavia. “Si bien es difícil mantener el volunatariado en el tiempo, el 70 por ciento de nuestro plantel está desde el primer momento, se han cruzado lazos afectivos entre ellos y cuando asisten a una lugar lo hacen de a dos o tres”, explica.

Alfonso ya conoce las características de sus voluntarios y elige el texto acorde a la personalidad y la impronta que imprimen al auditorio: “Selecciono los contenidos pensando en quién los va a leer, les conozco por dónde pasan las emociones, a quiénes le gustan los textos melancólicos o más románticos… Corrijo las formas de leer, la lectura debe ser interpretativa. Ocurre que hay quienes leen muy bien pero si no le ponen interpretación, esa lectura no se escucha. Tener en cuenta los matices de la voz, qué pasa con los silencios, qué pasa con los misterios que nos ofrece el texto, cómo moverse. Los voluntarios asisten para coordinar todo esto”.

El grupo es convocado para la Semana de la Lectura o para el Día del Libro, dedican mucho tiempo poniendo “el corazón” a lo que hacen, y se da prioridad a los autores rosarinos, incluso, son invitados a participar para que charlen con los asistentes. Alfonso libera una larga lucha para que en la escuelas se instale la “hora de la lectura” y choca con la resistencia de directivos o docentes que priorizan las materias clásicas como lengua y matemática. “Cuesta bastante porque hay quienes creen que es una pérdida de tiempo, pero nosotros sabemos que con las narraciones desarrollamos la imaginación, la creatividad, el ensueño y eso es importante que los niños lo sientan”, sostiene sin resignarse.

Los voluntarios del programa se relacionaron, por ejemplo, con el Servicio Público de la Vivienda, que creó un espacio en barrio Cristalería “donde un grupo de madres trata de sacar a los chicos de la calle y esos chicos que no tienen posibilidad de venir al centro o ver una película se entusiasman con los cuentos”.

“Es placentero sentir ese silencio que produce la atención ante una aventura que es narrada por los voluntarios”, afirma.

Además, Alfonso impuso un método original en los Distritos de la ciudad para aquellos que deben hacer trámites y esperan en largas colas. “Hacemos intervenciones donde a la gente que está en la cola le leen un mini cuento, regalos de palabras, un pedacito de una poesía… Al principio la gente se sorprende y después agradece. Muchas veces una palabra cambia el ánimo”, apuntó la coordinadora, quien también enseña las técnicas de lecturas a maestras jardineras que difunden la lectura entre los más pequeños.

Fernando Flores: “Esperan a los payamédicos”

La sala de pediatría del Hospital Centenario cuenta con unos voluntarios fundamentales a la hora de asistir a los médicos con, sin dudas, la mejor medicina: la risa. Para ello, unos 70 “payamédicos” se turnan en sus rutinas llenas de alegría y colores para hacerles la vida más sencilla. Fernando Flores es uno de los primeros payas que comenzó con la iniciativa en el año 2007; profesor de educación física y kinesiólogo especializado en discapacidad, Flores explica lo que hacen y al principio casi provoca gracia, aunque lo que dice es muy serio: “La característica de payamédicos, a diferencia de cualquier payaso de hospital, es que el payamédico tiene una payaética que lo diferencia del resto, porque tenemos una formación desde el psicoanálisis. Nosotros no hacemos intervenciones medico-clínicas, sino de apoyo, desde el arte, lo teatral, desde lo escénico, desde el juego, desde un lado más tierno, más dulce, vamos con mucho color”.

“Los requisitos para ser payamédico es ser mayor de 18 años, tener el secundario completo y luego se hace una tarea informativa explicando lo que es el voluntariado, se hace una parte práctica de tres meses, teoría otros tres meses y la payantía que también son tres meses. Actualmente todas las provincias tienen payamédicos”, explica Flores, y asegura que el desafío más gratificante es levantar el ánimo a pacientes deprimidos o que no quieren comer “o los que están en hematología y no quieren ver a nadie y sin embargo esperan a los payamédicos”.

“Uno siente que hizo bien la tarea”, dice de estos casos, que abundan.

A la hora de realizar una rutina, Flores subraya que se trabaja con el consentimiento del paciente y la familia. “El payamédico no va con la idea de que el paciente se ría, debe surgir espontáneamente, no de manera forzada. No vamos a hacer un show, tratamos de desdramatizar el medio en el cual el paciente se encuentra hospitalizado, donde está en un lugar tétrico, hay ruidos molestos, olores feos… Tratamos de desdramatizar eso y nunca mirar lo que falta sino potenciar lo poco o mucho que pueda hacer el enfermo, que éste esté activo”.

Formado en la Pastoral Juvenil, Flores, de 35 años, remarca que el voluntariado exige compromiso y esfuerzo, una actividad sustentada con los aportes de los propios payamédicos que previamente hicieron un curso anual con un costo de 500 pesos: “Con esa plata se obtienen recursos. El paya tiene un vestuario y una estética que tiene un costo, y este año conseguimos que la Municipalidad nos brinde un lugar para hacer la parte práctica. Cada paya trabaja donde se siente más cómodo, hay quienes lo hacen con chicos, otros con adultos mayores en geriátricos. Soy padre de dos hijas y lo que me hace ver esta tarea es que muchas veces nos hacemos problemas por cada estupidez cuando hay cosas más importantes y hay gente que lleva adelante su problema con una fortaleza admirable. Uno aprende el valor de las cosas”, finaliza.

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