Cierre de una tetralogía que componen Moloch (1999), Taurus (2001) y El Sol (2005) donde se ocupaba de las figuras de Hitler, Lenin y el emperador japonés Hirohito, respectivamente, la impresionante Fausto (2011) coloca al realizador ruso Alexandr Sokurov en un lugar privilegiado de la cinematografía contemporánea, sobre todo por la singularidad radical de sus puntos de vista en temas con cierta raigambre pública como los de los personajes mencionados o aquellos que involucran relaciones de intimidad como Madre e hijo (1996), o la propia historia rusa en El arca rusa (2002), que es a la vez la del pueblo de su país en su derrotero por las vastas oscilaciones políticas y sociales que conforman su tradición. Deudora de cierto impresionismo pictórico por el uso de tonos fugaces que en los planos detenidos configuran la sustancia de la atmósfera en la que están inmersos objetos y personajes –aspecto que no es nuevo en este realizador pero que aquí aparecen aumentados de modo que cualquiera pueda ingresar en el clima de fábula que propone–, Fausto es una sucesión ininterrumpida de fragmentos que rectifican o consagran los pensamientos y pareceres del Doctor Fausto. Inspirado libremente en el gran personaje del texto dramático de Goethe, este Fausto posee una intensa luminosidad interior –literalmente en consonancia con la fotografía del film– que le permitirá llegar al pacto con el demonio envuelto tanto en un pesimismo malsano en relación al futuro de la humanidad como en una lucidez implacable para augurar hipótesis sobre el carácter corrupto de cuerpo y alma humanos, sobre sus imperfecciones de origen y su intrascendencia.
“Tetralogía del poder” llamó Sokurov a estos cuatro títulos y en Fausto esa ambición por el dominio material como llave para tomar posesión sobre las almas toda vez que el infortunio o el pesar se apodera de ellas es la punta de lanza que esgrime el nefasto Mefistófeles, envasado en un esperpéntico usurero, una figura odiosa y cruel al que también nombran como “el Seboso”, con lo de repulsivo que contiene el término. Valiéndose de recursos de cuño propio como los lentes deformantes (anamórficos) sobre superficies que parecen pintadas, en una combinación que luce atemporal y fantasmática, Sokurov somete a este Fausto a un discernimiento permanente sobre la ilusión y el deseo, sobre los valores del espíritu y la negación del tiempo, todo es una esgrima filosa de textos fundados en el nihilismo del doctor, ahora lanzado a la carrera de conquistar la delicadeza y hermosura de la joven Margarita, su cuerpo pero también su sensibilidad, la más apreciada de las virtudes que la joven manifiesta de manera curiosa, intrigada por los avatares que el mismo doctor expone de manera siempre elocuente. Hay una escena inquietante –desde ya que no la única– que resume la atracción que ambos experimentan pero que presagia un camino tortuoso lleno de imponderables, que Sokurov plasma de modo encantador. Una vez consumado el pacto, ya Fausto en las manos espurias del usurero que ha sabido doblegar el hambre espiritual y estomacal del pobre doctor –que desde el vamos acusa una total ausencia de posibilidades para vivir de su condición de catedrático, con un padre igual de pobre que mezquina con avidez a su hijo un trozo de carne–, abraza a su amada a la orilla de una laguna envuelta en brillosa neblina y juntos caen de costado, en acrobático movimiento, fundiéndose en el azul del agua.
Hay en Fausto, aquí y allá, algunos anacronismos temporales, una incerteza del tiempo real para hacer plausible otra dimensión, más fantástica, fuertemente onírica –un atributo de gran parte de la filmografía de Sokurov pero aquí más enfática que de costumbre– que empuja a ingresar en un espacio de cualidades misteriosas e intrigantes. Asimismo, la puesta en escena se sirve de atributos inverosímiles pero absolutamente verdaderos en el devenir de este relato vertiginoso, altamente seductor en la palabra y en lo que la imagen hace de esa palabra.
Personajes siniestros, cautos, avaros, belicosos, traicioneros pululan en una especie de tierra de nadie en la que Fausto sigue preguntándose por el lugar donde se encuentra el alma: si entre las vísceras con cuyo hedor sus manos quedan impregnadas mientras hurga en un cadáver diseccionado o en la corrupción de los cuerpos y los hábitos con los que se choca a cada paso en su desbordante itinerario hacia el infierno que, como se sabe desde el Fausto de Goethe, es el destino que aguarda a este héroe caído en desgracia. Pero en este Fausto versión Sokurov al héroe trágico ya no lo asusta la geografía del infierno –hecho de bullentes géiseres– ni sus criaturas sufrientes, ya que antes hubo redimido su alma herida en el delicioso encuentro íntimo con Margarita. Después, claro, el infierno y el mundo se corresponden también íntimamente.