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Miguel Hernández, el poeta del pueblo

Por Rubén Alejandro Fraga.- Se cumplieron 71 años de la muerte, en una de las cárceles del franquismo, del autor de “Las nanas de la cebolla”.


fraga“Aquellos días y siglos/ en que a Miguel Hernández,/ los carceleros/ dieron tormento y agonía,/ la tierra echó de menos/ sus pasos de pastor sobre los montes/ y el guerrillero muerto,/ al caer, victorioso,/ escuchó de la tierra/ levantarse un rumor, un latido,/ como si se entreabrieran las estrellas/ de un jazmín silencioso:/ era la poesía de Miguel”. Con esas palabras –un fragmento de “El pastor perdido”–, Pablo Neruda homenajeó a su amigo Miguel Hernández, el poeta español de cuya muerte se cumplieron esta semana 71 años.

Eran las 5.32 de la mañana del sábado 28 de marzo de 1942 cuando Hernández falleció, víctima de la tuberculosis, en la enfermería de una prisión de Alicante. Tenía 31 años y cumplía una condena a 30 años de cárcel, tras serle conmutada la pena de muerte a la que había sido condenado por su participación como voluntario en las filas republicanas durante la Guerra Civil Española.

Se apagaba así la vida de uno de los mayores poetas en lengua castellana del siglo XX. Un poeta que compartió el destino trágico de otro coloso de las letras españolas víctima de la barbarie franquista: Federico García Lorca, quien había sido fusilado el 18 de agosto de 1936, un mes después del alzamiento fascista que disparó la Guerra Civil.

De origen humilde, Miguel Hernández Gilabert había nacido el 30 de octubre de 1910 en Orihuela, ciudad de la Comunidad Valenciana, en el sur de la provincia de Alicante, en el seno de una familia dedicada a la crianza de ganado. Miguel fue pastor de cabras en su niñez y en 1925 dejó los estudios por orden paterna para dedicarse al pastoreo, aunque poco tiempo después cursó estudios de derecho y literatura.

Pero, por sobre todo, fue un gran autodidacta: mientras cuidaba el rebaño, leía con avidez y comenzó a escribir sus primeros poemas a la sombra de un árbol.

Al atardecer andaba por las calles de Orihuela, donde conoció a José Marín Gutiérrez, futuro abogado y ensayista que posteriormente adoptaría el seudónimo de Ramón Sijé y a quien Hernández dedicará su célebre “Elegía”. También entabló amistad con Manuel Molina y los hermanos Carlos y Efrén Fenoll, cuya panadería se convirtió en tertulia del pequeño grupo de aficionados a las letras.

Sijé, que estudiaba derecho en la universidad de Murcia, lo orientó en sus lecturas, lo guió hacia los clásicos y la poesía religiosa, lo corrigió y lo alentó a seguir su actividad creadora. También el clérigo Luis Almarcha Hernández, canónigo de la catedral de Orihuela, le sugirió lecturas y le prestó libros. Así, el joven pastor llevó a cabo un maravilloso esfuerzo autodidacta con libros que conseguía en la biblioteca del Círculo de Bellas Artes. Poco a poco fue leyendo a los grandes autores del Siglo de Oro: Miguel de Cervantes, Lope de Vega, Pedro Calderón de la Barca, Luis de Góngora y Garcilaso de la Vega, junto con algunos autores modernos como Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado. Junto al horno de la panadería de los Fenoll, que estaba muy cerca de su casa, Miguel pasó largas horas en agradable tertulia discutiendo de poesía, recitando versos y recibiendo preciosas sugerencias del culto Ramón Sijé, quien acudía allí a visitar a su novia Josefina Fenoll.

En 1930 Miguel Hernández comenzó a publicar poemas en el semanario El Pueblo de Orihuela y el diario El Día de Alicante. Su nombre empezó a sonar en revistas y diarios levantinos.

En diciembre de 1931 Miguel se lanzó a la conquista de Madrid con un puñado de poemas y unas recomendaciones que al final de nada le sirvieron. Aunque un par de revistas literarias, La Gaceta Literaria y Estampa, acusaron su presencia en la capital y pidieron un empleo o apoyo oficial para el “cabrero-poeta”, las semanas pasaron y, a pesar de la abnegada ayuda de un puñado de amigos, tuvo que volverse a Orihuela masticando la amargura del fracaso.

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Pero al menos pudo tomarle el pulso a los gustos literarios de la capital española que le inspiraron su libro neogongorino Perito en lunas (1933), un extraordinario ejercicio de lucha tenaz con la palabra y la sintaxis, muestra de una invencible voluntad de estilo.

De vuelta en Orihuela y mientras trabajaba en una escribanía conoció a la que sería su esposa, Josefina Manresa.

En la primavera de 1934 emprendió un segundo viaje a Madrid, donde fue creando su círculo de amigos: Manuel Altolaguirre, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Delia del Carril, María Zambrano, Vicente Aleixandre y Pablo Neruda. También mantuvo una tórrida relación con la pintora Maruja Mallo, que le inspiró parte de los sonetos de El rayo que no cesa (1936).

Mientras tanto, evolucionó desde una postura formalista, esteticista y hermética, desarrollada en Perito en lunas hasta un interés explícito por la vida, el amor y la muerte en El rayo que no cesa.

Pero tras el estallido de la Guerra Civil Española, en julio de 1936, no dudó en ponerse al servicio de la República amenazada por el alzamiento derechista liderado por el general Francisco Franco. Entonces, su creación lírica se volvió arma de denuncia, testimonio e instrumento de lucha. Algunas veces entusiasta, otras silenciosa y desesperada.

Como voluntario se incorporó al 5º Regimiento, tras un viaje a Orihuela a despedirse de los suyos.

Así, fue pasando por diversos frentes: Teruel, Andalucía y Extremadura. En plena guerra logró escapar brevemente a Orihuela para casarse, el 9 de marzo de 1937, con su amada Josefina Manresa. A los pocos días tuvo que marchar al frente de Jaén. Llevaba una vida agitadísima de continuos viajes y actividad literaria. Eso y la tensión de la guerra le ocasionaron una anemia cerebral aguda que lo obligó por prescripción médica a retirarse a Cox para reponerse. Testimonio del momento bélico es su libro Viento del pueblo (1937).

En 1938 nació su primer hijo, Manuel Ramón, quien murió a los pocos meses y al que dedicó el poema “Hijo de la luz y de la sombra”.

En enero de 1939 nació su segundo hijo, Manuel Miguel. En la primavera de 1939, ante la desbandada general del frente republicano, Hernández cruzó la frontera hacia Portugal, pero fue devuelto a las autoridades españolas por la policía del dictador portugués Oliveira de Salazar.

Desde la cárcel de Sevilla lo trasladaron al penal madrileño de Torrijos. Gracias a las gestiones que realizó Pablo Neruda ante un cardenal, salió en libertad inesperadamente, en septiembre de 1939. Vuelto a Orihuela, fue delatado y detenido en la prisión de la plaza del Conde de Toreno, en Madrid. En marzo de 1940 fue juzgado y condenado a muerte.

Varios intelectuales amigos, entre ellos el cura Almarcha Hernández, entonces vicario general de la diócesis de Orihuela, intercedieron por él, conmutándosele la pena de muerte por la de 30 años.

En prisión compuso la mayor parte del Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941) y algunos de sus mejores poemas como las “Nanas de la cebolla”, dedicado a su hijo Manuel Miguel, tras recibir una carta de su esposa, en la que le decía que no comía más que pan y cebolla.

Desde entonces, el poeta –como dijo con amargura– siguió “haciendo turismo” por las cárceles de Madrid, Ocaña, Alicante, hasta que en su indefenso organismo se declaró una “tuberculosis pulmonar aguda” que se extendió a ambos pulmones.

Entre tremendos dolores, hemorragias agudas y golpes de tos, la vida de Miguel Hernández se fue consumiendo inexorablemente. El 28 de marzo de 1942 murió a los 31 años. Según cuentan, no pudieron cerrarle los ojos, hecho sobre el que su amigo Vicente Aleixandre compuso un poema.

Poco antes de su prematura muerte, Miguel Hernández escribió en los muros de la cárcel de Alicante: “Adiós, hermanos, camaradas y amigos. Despedidme del sol y de los trigos”.

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