Desde el atril en Plaza de Mayo, en el marco de los festejos por el aniversario de la Revolución de Mayo de 1810, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner hizo referencias, aunque fugaces y mechadas con su gestión de gobierno, a algunos de los próceres que protagonizaron aquellas jornadas, como así también a otro que dirigiría los destinos de nuestro país aunque algunas décadas más adelante.
En ese contexto, refirió, en tono elogioso, que “Mariano Moreno y Manuel Belgrano, a quienes algunos han tildado de ‘jacobinos’, fueron jóvenes que desobedecieron órdenes impartidas. Por eso, por desobedecer órdenes, y gracias a Belgrano, ganamos las batallas de Tucumán y Salta. Y luego vendría el Brigadier General Juan Manuel de Rosas, que también fue desobediente respecto de acatar las pretensiones colonialistas de Francia y de Gran Bretaña”.
No puede menos que compartirse las referencias hechas a las figuras de Belgrano y Rosas. Pero colocar en una misma bolsa a estos y a Moreno resulta contradictorio, ya que mientras los dos primeros entendieron el proceso revolucionario iniciado en 1810 en clave nacional y popular, de ruptura política con una España iluminista y decadente (quizás precisamente por eso), pero no de quiebre cultural con la Madre Patria, en cambio Moreno no gozaría en sus políticas de respaldo popular alguno, salvo los integrantes de su grupo de seguidores, pertenecientes todos ellos a la juventud intelectual porteña, pero con nulo arraigo en los sectores populares de Buenos Aires, ni mucho menos de las provincias, tal como demuestran los acontecimientos que le tocó protagonizar como secretario de la Primera Junta.
Aversión por el pueblo
En algo acierta la primera mandataria. Al calificar como “jacobina” al ala morenista de la Revolución, refiere con precisión a la versión radicalizada y violenta de la Revolución Francesa. Y es cierto que Moreno en su famoso Plan de Operaciones dio instrucciones precisas para imponer la revolución iniciada en el puerto, con el contenido que él pretendía darle, al resto de los pueblos recurriendo, si fuera necesario, a la violencia y al fusilamiento. Y no le faltó oportunidad. Por eso fue su pluma la que ordenó fusilar sumariamente a Santiago de Liniers, la persona de mayor popularidad de entonces por haber sido el héroe que había echado en dos oportunidades a los ingleses, ello mientras Moreno defendía el libre cambio preconizado por la potencia invasora escribiendo su Representación de los Hacendados. Era tanta la popularidad de Liniers y la impopularidad del secretario de la Primera Junta que, como dice el historiador Marcelo Gullo, no hubo soldado criollo dispuesto a tomar el fusil, recurriéndose a una partida formada exclusivamente por soldados británicos que residían aún en nuestro país por haber sido tomados prisioneros en 1807.
Según Arturo Jauretche, a quien la presidenta Cristina Fernández de Kirchner ha citado en varias ocasiones, “no hay algo nacional que no sea, a la vez, popular”; es decir, no hay arquetipos de un político con sentido de la defensa del interés nacional que no haya sido, al mismo tiempo, popular en cuanto intérprete de los anhelos de las mayorías. Pues bien, si seguimos esa lógica jauretcheana, nos encontramos con que Moreno y su versión de la Revolución, no sólo no fue popular y por ende nacional, sino que intentó denodadamente aplastar todo atisbo de injerencia del pueblo en los asuntos de gobierno.
Nos lo explica claramente el historiador revisionista José María Rosa cuando dice: “Conducida por el secretario, la Revolución se deslizaría sin la efervescencia popular que no bastaba a suplir el entusiasmo de los contertulios del café de Marcos. El pueblo, el verdadero pueblo, se sintió ajeno a lo que se hacía en la Fortaleza y se redactaba en la Gaceta, a pesar de la prosa encomiástica de los decretos y el redoblar de gerundios de los bandos. No volverían, hasta la noche del 5 de abril, las manifestaciones de orilleros a la plaza de la Victoria”.
El pobre concepto de lo que Moreno consideraba pueblo quedó demostrado en el famoso decreto de supresión de honores, inspiración suya por despecho personal contra Saavedra, en el que tras referir despectivamente al “vulgo” como “desprovisto de luces” anota que por “ciudadano decente deberá entenderse a “toda persona blanca que vista de frac o de levita”.
Obediencia ciega
Su visión elitista de una revolución hecha por un pueblo que sólo se circunscribía a los jóvenes que lo idolatraban quedaría demostrada por el repudio que ese pueblo de Buenos Aires le propinaría con la revolución del 5 y 6 de abril de 1811, ocasión en la cual, no habiendo llegado aún la noticia de la muerte de Moreno en alta mar mientras viajaba a Europa, multitud de orilleros, quinteros y gauchos ocupó la plaza para pedir el destierro de todos los morenistas presentes en el gobierno. No es casual que dicha revolución sea la menos conocida de nuestra historia oficial, como tampoco lo es que haya sido posteriormente Bartolomé Mitre, fundador del diario La Nación, quien reivindicaría por primera vez la figura y las ideas de Moreno.
La caracterización del prócer hecha por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, considerándolo un desobediente, no puede sostenerse salvo que hubiera recurrido a la ironía. Basta guiarse no sólo por lo que hizo sino por lo que escribió. A su histórica y conocida defensa del libre cambio, es decir, la introducción de productos extranjeros sin pagar impuestos y la consecuente ruina de las industrias artesanales del interior, se lee en el Plan de Operaciones que propiciaba ratificar dicha política económica llegando incluso a proponer que, colocándose nuestro país bajo el ala protectora inglesa, y a modo de congraciarse con el nuevo poder mundial, podría entregar a Gran Bretaña la isla de Martín García para que allí funcionara un puerto libre, entrega que de haberse concretado supondría una suerte de Gibraltar a simple vista desde Buenos Aires.
En síntesis, Moreno actuó con arrogancia y desprecio por ese pueblo real que no se adaptaba al idílico que había leído en los escritos de Roussea, al tiempo que su política hubiera llevado a una sumisión conspicua con el poder económico británico mediante la adopción del libre cambio. Su figura no se parece en nada a la de Belgrano y la de Rosas.