M., de casi 30 años, es una persona de perfil bajo, incapaz de una pelea, sincera y conservadora (no por convicción sino por temor a los cambios). Como todas las personas con estas características es concesiva. Y sabemos lo que esto supone: quien concede en exceso, cede excesivamente sus posiciones (y obviamente en sus opiniones). El viejo “no poder decir que no”. Porque una cosa son las concesiones mutuas (con-ceder) y otra muy distinta es simplemente “ceder”. M., que es varón, está contento de esta característica suya: no le gusta confrontar. Y éste es su problema: esta característica de su personalidad y que esté contento con ella.
Para las personas que no confrontan sus supuestos generalmente son:
1. Confrontar es pelearse a muerte.
2. Si se empieza a confrontar se termina inevitablemente en un estilo confrontativo incontrolable.
3. Confrontar lleva inevitablemente a dejar de ser querido.
4. A veces es necesario mentir.
5. Mientras más cantidad de concesiones, más autovaloración.
Y si confrontar es todo esto, nunca, nadie, por ninguna buena razón, osaría cambiarlo. Éste es el mundo de significados en los que suelen vivir.
Pero intentando otra visión/versión de la confrontación, nos encontramos con un mundo totalmente diferente.
Y confrontando los dos modelos obtenemos:
1. Confrontar es “poner frente a frente” opiniones y ganas encontradas. No más que eso. Pelearse a muerte es otra cosa. En M. parece haber dos conceptos fundidos. Es que M. no entiende de “términos medios”, menos aún de “negociar”. Su pensamiento es absoluto y polarizado: “concesión o pelea a muerte”.
2. Confrontar es “saber hacer” algo, no es “ser” confrontativo. Saber cocinar no es ser chef. Bajonearse no es ser depresivo. Es que comenzar a confrontar desencadenaría en algo incontrolable: se cambiaría el ser y se pasaría a ser alguien agresivo e imparable. Los males del mundo son pequeños frente a este ser por nacer que hay que asegurarse que no nazca. Tanta concesión acumulada parece generar un negativismo y una oposición sin límites. Oponerse parcialmente o situacionalmente a algo en caso de necesidad, no está en su diccionario.
3. Preso en su tipo de pensamiento (absoluto y polarizado), el final del afecto se presenta inevitable. Pero, ¿por qué confrontar llevaría inevitablemente a la muerte del afecto hacia él por parte de la persona con quien confrontaría? Las veces que recuerda haber confrontado, pocas pero verdaderas, tal trágico final nunca sucedió. Al contrario, una vez alguien lo felicitó pero, obviamente, eso no quedó registrado.
4. Si se dijera la verdad habría que decir que no, y los riesgos son 1, 2 y 3. Las mentiras, por tanto, se imponen y son, sin dudarlo, un modo muy eficiente de evitar las confrontaciones y sus supuestos terribles efectos negativos. Mentiras que para esas personas son pequeñas, intrascendentes y fácilmente perdonables.
5. Si confrontar desvaloriza a quienes la practican; entonces, conceder, bajar la cabeza y mantener la paz a cualquier costo jerarquiza. Como no estar contento con esta acción. A veces M. se enoja con sí mismo, pero esos enojos son pasajeros, casi intrascendentes. Que esto lleve a perder relaciones no importa tanto, peor es dejar de ser uno mismo. Queda así confirmada la “necesidad” de no confrontar.
Al final del camino, M. se presenta a sí mismo y se nos presenta (y esto no es poca cosa), como inimputable.
Dificultades para el cambio
Sentirse desvalorizado por confrontar es exactamente eso: algo que se siente. Y no se siente sólo la valoración o desvalorización, se sienten también las acciones que llevan a uno o al otro. Saberse y sentirse haciendo algo para desvalorizarse también pesa. Comenzar a confrontar, en este caso, es también sentir que se hace algo contra sí mismo y contra la propia voluntad. Y esto dificulta más aún cualquier cambio.
Para M. ser una persona buena, querible y no conflictiva no se negocia. Y estas tres características vienen en paquete cerrado. Ninguna de las tres se cuestiona porque, de hacerlo, el riesgo es que caigan las tres en bloque. Si dejar de conceder es pasar a ser mala persona, automáticamente se deja de ser querible y se pasa a ser conflictiva. Saber confrontar y ser querible son incompatibles, como lo son saberse parcialmente conflictivo con la bondad.
Cuando las concesiones se acumulan, cuando se vive de esta manera, finalmente se naturalizan. Y cuando, como en este caso, las concesiones se automatizan no es necesario pensar ni proponerse nada. No hay nada que controlar, funciona invisible a sus propios ojos. Por tanto, cualquier cambio en este “orden natural” genera problemas y quizás conflictos. Algo que M. evita sistemáticamente. Alguien afirmó alguna vez que los conflictos son inevitables, que la paz de los cementerios no es posible entre los vivos. Pero este es otro orden.
Hoy nadie se asusta cuando se habla de que algo “se naturalizó”. Las relaciones más cercanas, como las sociales, también naturalizan, normalizan, acciones de todo tipo: agresiones, maltratos, soberbias y mentiras son cotidianamente vistas, al punto que puede perderse la visión crítica sobre ellas.
Finalmente
Confrontar, como exponerse, son acciones que para algunas personas son naturales y espontáneas, pero para otras supone grandes dificultades. Al ser parte de su personalidad y de su cotidianidad, resultan a veces incuestionables; porque cuestionar el modo de vivir, pensar, sentir y actuar de toda una vida no es intrascendente para las personas. La felicidad y el bienestar finalmente se construyen con las mismas herramientas que la infelicidad.