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A corazón abierto: carta al querido Rojo

Un docente e hincha rosarino de Independiente escribió una emotiva carta sobre el descenso del Rey de Copas. “Independiente de Avellaneda era sinónimo de buen fútbol, respetado y admirado por todo el mundo”…

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Te juré fidelidad desde que alcanzan mis recuerdos. Seguramente un hecho triste en mi vida determinó que te jure este amor incondicional que hoy nos une. Cuando mis padres se separaron, mi viejo que era hincha del Rojo, algo que había heredado de su padre, sufría, temía que yo al irme con mi vieja tomara otros colores, traicionando esta tradición familiar de amor por Independiente.

Corría el año 1967, Independiente acababa de consagrarse bicampeón de América al ganar las copas Libertadores en 1964 y 1965. No hizo falta juramentarte nada viejo, por más que estemos lejos, que no vivamos más bajo el mismo techo, el apellido que me diste y el amor por el Rojo nada ni nadie lo iba a poder cambiar.  Fue tu única y preciada herencia, que guardaría como un tesoro aferrándome a ella como forma de tenerte cerca.

Recuerdo aquel día frío y gris del otoño del 1967 en que partimos con la vieja mudándonos al centro, la convivencia entre mis viejos era insostenible. Años más tarde, escribiría unos tristes versos:

“Dos rostros duros los de mis padres, en el momento de aquel adiós, una respuesta busqué en mi hermano ¿Por qué nosotros, por qué mi Dios?”

Fue sin dudas allí querido Rojo que te juré amor eterno, porque en vos, detrás de tus colores estaban los de nuestra sangre, estaba la del viejo que perdía, aquel hombre callado de mirada severa y triste, que me buscaba cada fin de semana  y que podía ser tan dulce y tierno cuando me contaba los cuentos del sapo bocón por las noches antes de dormir.

Aquel viejo con el que escuchábamos por radio Rivadavia las hazañas del Rojo, cada vez más numerosas, cada vez más grandes. Crecí rodeado de Leprosos y Canallas en la escuela, en el barrio, en el club. Tenías miedo que me de vuelta viejo, pero ya nada me haría cambiar, de camiseta no se cambia, de eso no.

La pelota no se mancha diría Diego, la pasión por el equipo no se cambia, no se renuncia, nunca, ni aún en los peores momentos. En la vida se puede cambiar de trabajo, de pareja, de domicilio, de partido político, hasta de sexo, pero de equipo, eso nunca.

Y un día me regalaste el equipo completo de Independiente, con los botines Sacachispas y todo, qué lucía orgulloso en la plaza Guernica, la de calle Entre Ríos y Avenida Belgrano.  ¡Y quién me iba a decir algo si ganábamos todo! Llegaron los años 70, cuádruple campeón de América, campeón del mundo en 1973.

El viejo me  traía la revista El Gráfico y la Goles, donde las tapas casi siempre eran rojas, llena de tus glorias. El Rojo ya era el Orgullo Nacional, el Rey de Copas, por siempre y para siempre. Tuve que esperar hasta tercer grado para que apareciera en la escuela un flaco desgarbado de acento cordobés, Luisito, mi primer amigo del Rojo, amistad que aún perdura y conservo con uno de mis más preciados tesoros.

Independiente era sinónimo de buen fútbol, respetado y admirado por todo el mundo. Si hasta salimos campeones con 8 hombres en 1978 en Córdoba contra Talleres, hazaña inolvidable. Y en 1984 volvimos a salir campeones del Mundo, contra el Liverpool, un equipo inglés, casi como una venganza absurda después de Malvinas.

En 1990, nació Andrés, mi primogénito y pronto fue diablito. La vida hizo que repita con él la misma historia que con mi viejo, la de la separación, la del miedo a que se haga hincha de otro cuadro. Pero la sangre, la pasión, es más fuerte que nada. Amor incomprensible, irrazonable.  Luego vino mi segundo matrimonio y mis hijos Guido, Nicolás y Juan Cruz.

Vos ya te habías marchado querido viejo. Al cielo o al infierno del rojo, que se yo. Por allá andarás… abrazado a Erico, a De la Mata o al Pato Pastoriza.

Y la casa se llenó de camisetas, banderas, banderines y láminas rojas. Vinieron tiempos de mayor sequía con menos campeonatos, pero la pasión nunca cesó. Y compartimos infinitos viajes a Avellaneda para alentarte, bancados por mi esposa, que sin alternativas terminó siendo una hincha más, y vivimos momentos insuperables de abrazos interminables con mis hijos, todos socios del Rojo, todos enfermos de esta pasión que no sabe de exorcismos.

Hoy tu presente querido Independiente es el peor, estamos descendidos, pero nada hará que renunciemos a tu amor, a tu gloria, porque en vos somos familia, en vos somos pasión,  en vos somos la continuidad del apellido, de los sueños, del esfuerzo y el amor de aquel hombre de mirada triste y dura que llegó un día a Rosario, desde un pueblo pequeño, con un gran corazón rojo lleno de glorias vividas gracias a vos, querido amigo, rojo de mi vida,  “vos sos la alegría de mi corazón”.

Arístides Álvarez, docente rosarino e hincha de Independiente

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