“Mi única ambición es entretener”, confesó un día el director de cine de origen austríaco Billy Wilder, quien nació un día como hoy, pero de 1906, en la ciudad austríaca de Sucha. Cínico, socarrón, escéptico y sarcástico, en el más de medio siglo que dedicó al cine Wilder escribió los guiones de 60 películas, dirigió 26, y cosechó 21 nominaciones a los premios Oscar, de los que ganó siete. Gozó del respeto de actores, realizadores, crítica y público, y su energía y dinamismo marcaron un estilo durante décadas.
Desde los años 30 hasta comienzos de los 60, Wilder dominó la edad de oro de la meca del cine, donde fue uno de los grandes directores, productores y guionistas. Quiso ser abogado, pero el periodismo se atravesó en su camino, lo mismo que el cine, al que llegó como guionista y donde se movió como pez en el agua en la comedia, aunque conoció a la perfección los resortes del drama.
Con una filmografía memorable, la vida de Wilder cambió en 1938, cuando realizó El crepúsculo de los dioses, considerada la mejor película sobre el mundo del cine, con una Gloria Swanson bajando las escaleras en la sobrecogedora escena final. Pero hay muchas más secuencias de su cuño que pasaron a la historia, como la de Marilyn Monroe refrescándose en una rejilla de ventilación del metro de Nueva York.
“Cuando acababas con Marilyn, aunque habías llegado a las 40 tomas y habías aguantado sus retrasos, te encontrabas con algo único e inimitable”, recordaba este maestro del cine definido por el actor William Holden, uno de sus grandes amigos, como “un hombre cuyo cerebro está lleno de cuchillas de afeitar”. Y es que Wilder fue autor de frases lapidarias, brutales, llenas de ironía, como la que le dijo a su novia: “Besaría el suelo por donde pisas si vivieras en un barrio más limpio”. Pero, por sobre todo, Billy Wilder supo reflejar las soledades, valores y frustraciones del ciudadano medio norteamericano a través de unos tipos imperfectos, miserables y mezquinos como el oficinista trepador de El Apartamento, el guionista fracasado que acaba de gigoló en El crepúsculo de los dioses, el proxeneta de Irma, la dulce o la pareja de reporteros carroñeros de Primera plana, protagonizada por dos de sus actores favoritos: Jack Lemmon y Walther Matthau.
Carente de alardes visuales pero con un sofisticado sentido de la puesta en escena, Wilder puso su talento al servicio de la palabra, una palabra-bisturí que abrió en canal el estereotipo del norteamericano medio con la inteligencia propia del extranjero poco complaciente con su país de adopción.
Samuel Wilder –su auténtico nombre aunque su madre lo norteamericanizó llamándolo Billie sin saber que en Estados Unidos éste era un nombre de mujer– nació el viernes 22 de junio de 1906 en la localidad austríaca de Sucha, hoy perteneciente a Polonia, en el seno de una acaudalada familia judía. Este hecho marcaría más tarde su vida de manera decisiva cuando, tras la ascensión del nazismo y el incendio del Reichstag, en febrero de 1933, tomó la decisión de abandonar Berlín huyendo del horror para, tras un breve paso por París, desembarcar en el cine norteamericano.
“El exilio no fue idea mía, sino de Hitler”, dijo después de arribar en 1934 a Estados Unidos, donde encontró pronto refugio en el grupo de creadores centroeuropeos que, como Fritz Lang, Robert Siodmak, Otto Preminger o Max Ophuls, habían convertido su desarraigo en inspiración y la ida hacia el nuevo mundo en una vuelta a la creatividad y las viejas libertades que, por aquel entonces, se habían perdido en Europa bajo la bota de hierro de las dictaduras y el militarismo.
Con todo, para Wilder el único maestro fue el realizador alemán Ernst Lubitsch y su carrera siempre respondía a la pregunta de “¿cómo lo haría Lubitsch?”. Autodidacta durante toda su vida, Wilder aprendió a escribir guiones y a dirigir del mismo modo que aprendió inglés cuando llegó a Estados Unidos sin saber una palabra: observando.
Sus biógrafos sostienen que ese agudo sentido de la observación que lo hizo célebre detrás de la cámara lo adquirió durante su desempeño como reportero en Viena, entre 1925 y 1927. “Su carrera empezó con la pluma, pero con la cámara en la cabeza”, señaló Günter Krenn, uno de los autores de Billie: los trabajos periodísticos vieneses de Billy Wilder, publicado por la Filmoteca Austríaca.
Durante sus primeros años como reportero, el director compartió amistad y tertulias literarias con el actor Peter Lorre, con quien emprendió después la aventura de un nuevo horizonte en Hollywood, y escritores de renombre como Alfred Polgars o Joseph Roth.
De su sentido crítico y de su humor hay múltiples pruebas en su trabajo, en el que hizo de comentarista de sociedad, crítico teatral, cronista deportivo, un todoterreno del periodismo que adornaba su redacción con una inconfundible ironía que marcaba siempre cierta distancia con aquello que relataba.
Los autores concluyen que la visión corrosiva que ofrece del periodismo en películas como El gran carnaval (Ace in the Hole, de 1951) o Primera Plana (Front Page, de 1974) la adquirió en Die Stunde, un periódico propiedad del magnate de la prensa Imre Bekessy, un personaje ducho en todas las artes del chanchullo.
Wilder llegó a Hollywood con la camada de artistas que huían del Tercer Reich. Y una vez allí se convirtió, sin vocación de artista, en uno de sus grandes directores: “No tengo tiempo para considerarme un inmortal del arte. Sólo para entretener a la gente”.
Al igual que Alfred Hitchcock, Billy Wilder siguió conservando su oficina de trabajo después de retirarse, como si en realidad albergara alguna esperanza de volver a rodar. Pasó los últimos años de su vida recibiendo premios y homenajes, y disfrutando del cine que aún devoraba con pasión nada melancólica.
Según lo que le contó a Cameron Crowe en el transcurso de sus fructíferas conversaciones, Wilder admiraba películas como Mejor, imposible, Forrest Gump y La lista de Schindler. Y se llevó a la tumba una de sus frases, referida al eterno enfrentamiento entre directores y productores de cine: “Recuerden: ellos tienen el poder, pero nosotros tenemos la gloria”.
“Me gustaría morir a los 104 años, sano y asesinado por un marido que me acabara de pillar in fraganti con su joven esposa”, bromeó un día. Y aunque odiaba los cumpleaños había prometido asistir al de su centenario, el 22 de junio de 2006. Sin embargo, una fatal neumonía, unos años antes, le impidió cumplir con su promesa. Billy Wilder falleció el 27 de marzo de 2002, a los 95 años, en su residencia de Beverly Hills.