En Rosario existen dos casas que actúan como centros de protección para mujeres víctimas de violencia de género: “Casa Amiga” y “Alicia Moreau de Justo”. Son instituciones que están escondidas, de las que no pueden conocerse direcciones ni fachadas: allí hay mujeres resguardadas del miedo y la violencia que las llevaron a estar a un paso de la muerte. El Ciudadano pudo recorrer ambos centros, y hablar con sus coordinadoras, empleadas y también con las mujeres que allí se hospedan, conociendo una realidad cotidiana de la ciudad que pasa al lado de todos y todas.
Por fuera de los datos duros que no pueden darse (direcciones o nombres verdaderos) lo que un artículo de este tipo busca es contar que existen estos espacios porque hay mujeres en Rosario que llegan a ser víctimas de una violencia tal que sus vidas y la de sus hijos corren verdadero peligro. Ante eso, y para resguardar sus vidas y darles la oportunidad de recuperarse física y subjetivamente, el Estado local tuvo que fundar estas instituciones, una en 1995 y otra en 2003. De esta manera, desde hace casi 20 años se busca que las mujeres encuentren un tiempo de paz –que por lo general oscila entre un mes y tres meses– para perder miedo, tomar conciencia y, lo más importante, querer y poder volver a la calle.
Además de proteger la vida de una mujer, los centros pretenden trabajar las problemáticas desde otras aristas: la psicológica, la de la red familiar y las medidas legales necesarias que se tengan que tomar, entre otras, según el caso. Todo con la finalidad de lograr, en síntesis, que en algún momento, esa persona “desvastada subjetivamente” pierda el miedo, considere generar nuevos vínculos y vuelva a tener o tenga, en definitiva, un proyecto de vida.
Sin embargo, la meta se dificulta. Hoy en día, analizaron las especialistas que trabajan en la institución, los casos de violencia de género que llegan a estos centros están atravesados por la corrupción, la droga y el delito, y se dan con mucha saña: es algo que antes no sucedía. Como consecuencia, hay que cambiar metodologías de trabajo e incluir, de a poco y de acuerdo a la demanda, otras disciplinas: hospitales, Policía y la intervención de las direcciones de Niñez y Salud Mental, entre otros.
Centros de puertas abiertas
El centro de protección “Alicia Moreau” existe desde 1995, primero como alojamiento para mujeres, luego como centro de protección. Tiene doce plazas, y sus dos habitaciones, cocina, baño y patio son compartidos. La institución, hasta hace poco tiempo situada en zona sur, tuvo que mudarse por problemas de seguridad. Ahora están acomodándose en una casa mucho más chica, pero que permite que se cumplan las funciones necesarias. Mientras este diario recorría las instalaciones, los niños se asomaban entre las puertas y ventanas, algunos pasaban corriendo, otros no se movían de al lado de sus madres, quienes miraban extrañadas. Inevitablemente, una mujer que no está en sus mismas condiciones era una extraña. Y no se pudo entender, entre las miles de sensaciones que están atrapadas entre esas paredes, qué decían los ojos de esas mujeres cuando veían pasar a la cronista.
En el año 2003 se inauguró “Casa Amiga”. Un centro muy grande, que da la bienvenida con dibujos de los niños y niñas que están o estuvieron allí. Casa Amiga tiene disposiciones distintas al otro refugio. Allí hay seis departamentos pequeños para tres personas cada uno, con cocina, baño y patio privados. Además de una sala común donde se hacen distintas actividades recreativas los fines de semana. De esta manera, se busca preservar la privacidad de cada mujer con sus hijos. Muchas veces, a dónde derivar a cada mujer se piensa en función de las características de cada hogar: si llega alguien muy desbordado, con mucho miedo o crisis de ansiedad, se le prioriza un espacio individual.
Según lo que el tiempo, el espacio y la situación permitan, cada centro propone distintos talleres y actividades recreativas, además de atención psicológica y un acompañamiento permanente ya sea a los efectores de salud o a los Tribunales, como, simplemente, pasear. Psicólogas, trabajadoras sociales y abogadas; empleadas, cocineras y nocheras (cuidan por la noche), son las profesionales que, en cada centro, se hacen cargo de la ayuda a las mujeres, de la institución en sí, de nuevas propuestas y de situaciones que, en su gran mayoría, las superan. Pero ahí están.
Entre los dos centros son 30 plazas las que están disponibles, aunque no dan abasto y siempre falta espacio; a veces, si la situación lo amerita, se hacen derivaciones a hoteles. Pero en esto, cada caso es un mundo y cada uno se soluciona con las herramientas que hay. Las estadísticas sobre cuántas personas han pasado por cada casa son más un suspiro que un número. “Un montón”, “imposible saber”, “más de mil seguro”, dicen las coordinadoras. La respuesta es válida cuando se piensa que ese montón imposible son personas que van y vienen, que están dos semanas o cinco meses, que no quieren estar ahí, que no se quieren ir de ahí. Es válida cuando se sabe que las puertas se abren sólo cuando la vida de la mujer y sus hijos está en riesgo; y que permanecerán abiertas siempre. Las mujeres ingresan y egresan por propia voluntad, aún cuando la salida no sea aconsejable por parte de los equipos que las acompañan.
Carolina: “No imaginé que podían ayudarme y menos sabía de estos lugares”
Paula, de un año y cuatro meses, se cuelga de su madre, le agarra las manos, la abraza. Tiene unos ojos gigantes y prácticamente no los cierra. Mira todo a su alrededor, mira a los extraños que hacen preguntas, sigue jugando con su mamá, no quiere irse de sus brazos. Las trabajadoras sociales del centro de protección están sorprendidas de lo bien que se está portando. Ella llegó hace un mes junto con su mamá, Carolina, de 20 años. El mismo día que dejaron la que era su casa, el papá de Paula quiso matarla de un martillazo en la cabeza; y a su mamá, de un mazazo en la nuca. Carolina logró escapar, pidió ayuda en el centro de salud del barrio y ellos la llevaron a uno de los hogares. “Me ayudaron un montón. Yo no me había imaginado que alguien podía ayudarme. Y menos sabía de estos lugares”, contó la joven mamá.
La relación entre Paula y Carolina es el eje de la charla, porque hasta ese momento, madre e hija pudieron pasar poco tiempo juntas. “Los padres de mi novio siempre me la quitaban, eran más padres ellos que yo. Mi suegra estaba obsesionada con ella. Me la llevaban siempre, con suerte la podía llevar al médico o cambiarla. La querían para ella y era re-feo. Ahora estando acá estoy re-contenta, Paula está todo el día conmigo. Me siento protegida, tranquila, estoy con ella y tenemos un vínculo más fuerte. Siento que me empezó a querer más que antes”.
Carolina tiene una simpatía contagiosa, muy especial. Sonríe y parece que nunca va a quebrarse: es casi imposible imaginarla como protagonista de la historia que cuenta. “Siempre estaba moretoneada, descompuesta, muchos médicos sospecharon pero yo lo negaba. Tenía miedo, y más porque convivía con una persona que se droga. Las últimas semanas con él fueron las peores, ya no teníamos nada pero él me obligaba, me amenazaba, me vigilaba. Me controlaba todo. Gracias a Dios encontré este lugar”. Ahora, la joven, con su hija en brazos, se permite soñar por las dos. Quiere terminar la secundaria, tener su propio trabajo y un techo para Paula. “Yo siempre quise estudiar psicología. Ojalá pueda cumplir esa meta. De chiquita quise”.
Con apenas 20 años, la joven –yendo contra la corriente de lo que se podría esperar de una chica de su edad– no piensa en una familia ni en un novio. Dice que sólo quiere disfrutarla a Paula. “Cuando llegue el momento voy a ver que sea una buena persona, que le guste trabajar, que le gusten los chicos, que me quiera y me demuestre que puede formar una familia. Y que no me golpee y a mi hija tampoco”.
Como nunca se lo imaginó, Carolina tiene la oportunidad de dar un mensaje a las chicas que tropiecen con su misma situación. Ella quiere decir que hay una salida. Y ejemplifica: “Cuando entré estábamos flaquitas, flaquitas. Ahora estamos las dos re-bien”. Quiere decir que se puede cambiar y que no hay que tener miedo a pedir ayuda. “Estos lugares son muy buenos, te ayudan a salir de ese lugar horrible. Quiero que no se callen más. Hay montones de mujeres como yo, que bueno, nada, me animé”.
Florencia: “Sentía que nunca me iba a liberar de todo lo que me pasaba”
Florencia, de sólo 19 años, se permitió pensar en un futuro tranquilo y con proyectos recién cuando se enteró de que existe “un lugar que ninguna pareja de las mujeres conoce”. La joven es flaca, chiquita, un manojo de nervios. No deja sus manos en paz mientras habla, y no es para menos. ¿Cómo va a tranquilizarse si le cuenta a unos extraños que su padrastro la quiso violar, que le pegaban, que su pareja quiso matarla “un par de veces”? “Recién cuando me dijeron que estaba el hogar pude imaginarme vivir más tranquila. Antes no era fácil”, dice Flor, que ya tiene su futuro cercano organizado y no tiene que ver con las inquietudes de gran parte de las chicas de su edad. Lejos está de considerar una noche en un boliche, alguna pilcha nueva, mucho menos un novio: a principios de julio se va a alquilar una pensión y cuando su beba tenga tres meses (ahora va por los dos), la anotará en un jardín maternal y ella buscará un trabajo. Simple y concisa.
El novio de Florencia empezó a agredirla cuando ella estaba con dos meses de embarazo. “Él iba a todos lados conmigo para asegurarse que yo no contara nada. Antes de entrar a los lugares me decía: «Si vos llegas a contar algo yo te mato». Iba conmigo a la obstetra, a la ginecóloga”, contó la joven. Durante los nueve meses de embarazo, Florencia fue a hacerse atender a los efectores de salud pública. No tuvo derecho a la privacidad ni siquiera visitando a su ginecóloga. Y aunque los médicos hayan sospechado alguna vez, sus esfuerzos por ayudarla no fueron los máximos, ya que recién tuvo una entrevista privada con su médica una semana después del nacimiento de su hija. “La ginecóloga se dio cuenta, pero yo siempre se lo negaba. Un día, una semana después de que la bebe nació, él se fue a la psicóloga y yo me quede con mi ginecóloga. Ahí le conté algunas cosas”. A los 8 meses de embarazo Florencia realizó una denuncia pero no obtuvo ningún tipo de respuesta. “Yo lo denuncié y nadie hizo nada”, repite, una, dos veces. “Fue muy difícil encontrar ayuda. Sentía que nunca me iba a liberar de todo lo que me pasaba, de los golpes, de que casi me matan un par de veces”.
En el centro de protección Florencia está bien, y aprovecha para pasar el tiempo con su hija de dos meses. Quería alejarse de todo porque veía que sobre ella y su hija estaba a punto de caérseles encima la misma historia de su madre. “Mi mamá sufrió mucho maltrato. Tenía cuatro años cuando me dejó a mí y mis tres hermanos con mi papá. Me dejó sola. Yo preferí traerme a mi hija y no dejarla sola porque el papá es adicto a las drogas, me vendía las cosas para drogarse. Ahora lo único que quiero es estar con mi hija, no pienso en estar con otro chico. Porque mi mamá se fue con mi padrastro y mi padrastro intentó violarme. No quiero que le pase lo mismo a ella, para mí sería muy doloroso. Me enteré de todo lo que le pasó a mi mamá y yo estaba casi por vivir lo mismo que ella. Traté de salir y lo logré. Es mejor que mi hija no lo viva, que conozca un hombre mejor que la sepa cuidar y valorar”.
Marcela: “No sabía si llegaba a fin de año viva”
A Marcela le gusta todo. “Es que nunca pude hacer nada”, explica de manera inteligente. “Algo que me gustaría es ayudar a todos, y más a los ancianos, porque yo hice un curso de gerentología. Me encantan las personas grandes. Ahora con las mujeres también, podría ayudar a las mujeres”. Hace aproximadamente un mes que Marcela, de 38 años, salió de Casa Amiga. Ahora alquila una casa, vive con sus dos hijos –una nena de nueve, un varón de diecisiete– y trabaja como ama de casa. Durante casi toda su vida, Marcela fue una mujer golpeada, y esa condición se le escapa por la piel, por la actitud, por la mirada y las lágrimas. Hasta haber logrado su recuperación, ella nunca pidió ayuda. Ahora aprovecha este espacio para decir a todas las mujeres que leen su testimonio y se encuentran en su misma situación que no sigan su ejemplo. “Pidan ayuda. Quiero que se defiendan, que pidan ayuda, que no se dejen maltratar. Ni siquiera dejen que les digan locas”.
Cuando no sabe qué decir, Marcela habla de su casa, de su cama y de las sábanas. No cuenta de qué color son, si están limpias, si están sucias, si son de dos o una plaza. Dice que duerme en una cama, que tiene sábanas, que ya no le toca el piso ni la despiertan a patadas. Y agrega, como al pasar pero imposible de no escuchar: “No sabía si llegaba a fin de año viva”.
Como si tratara de justificar la paz que encontró, Marcela sostiene que tuvo que “aguantar” durante 30 años. A ella, los hombres le pegan desde los ocho. Primero fue su propio padre –que también le pegaba a su madre–, luego el papá de su hija y después hasta la propia familia de su pareja. “Cuando mi hija tenía dos añitos la familia de él me quemó”, cuenta, y baja su pulóver, mostrando la piel arruinada, casi muerta. “Yo pensé que iba a pasar pero no, no pasó. Siempre me hicieron cosas”.
Cuando la situación empeoró, Marcela, su pareja y sus hijos comenzaron a ir de casa en casa. “Nos mudamos ocho veces y era cada vez peor. Hace tres años se puso más feo, porque él empezó con la droga. Entonces la familia que nos hospedaba lo echaba y después me sacaron a mí, porque él venía a molestar. En la última casa ya no era vida. Yo dormía en el suelo. Me pegaba, se abusaba de mí, me violaba. Eso no lo puedo olvidar”.
Fue en la madrugada del viernes 1º de marzo cuando él casi la mata con un palo de escoba en el cuello. “Estaba lloviendo. Yo casi me iba. Pero mi hija me dio una botella y con eso le pegué. Si no, no estaría acá”. El tipo se fue de su casa y volvió el domingo siguiente, a la hora de la siesta. Marcela dormía con su hija, y él empezó a patearla. La salvaron su hijo adolescente y uno de sus amigos, que lo sacaron a la calle. “Después vino con la dueña, la que nos alquilaba, y nos echó. En ese momento yo cuidaba a una abuelita, el hijo de esa señora llamó a alguien y a las 23.30 ya estaba acá”, dice señalando alrededor, en la Casa Amiga. “Esto es distinto. No se escuchan malas palabras, no te insultan. Estaba re-tranquila, aunque al principio cerraba todas las puertas, todas las ventanas. Ahora no puedo creer: tengo una casa con mis hijos. Estoy tranquila”.