Todo se dará vueltas; la casa, ese espacio ritualizante de la cotidianidad en el que los integrantes de una familia de clase media trabajadora asistirán a un cambio rotundo en sus vidas, acompasado por horas, minutos y segundos, también se dará vueltas. Todo girará como una gran calesita hacia un nuevo tiempo marcado por la tragedia, la locura y la pérdida. Así, el mecanismo de relojería en apariencia perfecto ralentará su curso hasta detenerse definitivamente.
En Relojero, el inconmensurable Armando Discépolo ensaya una especie de paráfrasis de un destino trazado, el final de un recorrido vital que tiene su correlato con el final del grotesco como estética, el cierre de un ciclo en el que aquellas pequeñas grandes tragedias de inmigrantes de casas de pensión y conventillos dieron paso a la comedia dramática argentina y, como un eco adelantado, al teatro social que tuvo su gran momento a partir de los años 60.
Estas instancias de Relojero, última pieza escrita por Discépolo y estrenada en 1934, adquieren vuelo y relevancia en la atinada y potente versión de este clásico que, al frente del primer proyecto de la Comedia Municipal de Teatro Norberto Campos creada en 2012, montó Raúl “Quico” Saggini, a cargo de un variopinto elenco de actores locales surgido de un casting multitudinario.
Si Shakespeare escribió obras que se convirtieron en clásicos en base a cuestiones universales como el amor, la pérdida, la traición o la conspiración, Discépolo también lo hizo, pero atravesado por el tiempo que le tocó vivir y sus circunstancias, una etapa de grandes contradicciones que, en el presente, dejan ese gusto amargo, esa sensación de vacío permanente que atraviesa toda la propuesta dramática discepoliana, abrevando en un lenguaje cotidiano, entendible, cercano al público, con un aire al mejor Arthur Miller, sobre todo aquí, donde parecieran “asomarse” por las patas del escenario los personajes de Todos eran mis hijos.
En Relojero, una familia de clase media que encabeza el matrimonio entre Daniel (Norberto Gallina) e Irene (Susana Kreig), es testigo de la devastación y del quiebre generacional que desatarán sus hijos Andrés (Diego Leiser), Lito (David Gastelú) y Nené (Victoria Faerman), que parecieran encerrar los posibles caminos de un futuro inmediato e inevitable. La escena se completa con la presencia de Bautista (Christian Valci), hermano de Daniel, y algo así como el eslabón que une a esta pieza con la etapa anterior del autor, por su registro “agrotescado” con algo de cocoliche en el lenguaje.
Se trata de una familia marcada por la lógica de padres conservadores, “más por pereza que por convicción”, hombres “sin cuerda” que no están preparados para la escisión social y cultural que está por venir (“los padres no están preparados para entender el futuro”, dirán), como tampoco lo estuvo Armando Discépolo, un autor dramático defensor del texto que, de algún modo, a partir del estreno de Relojero sintió que ya no había lugar para sus historias, o al menos así se lo hizo notar la crítica y el público de entonces, en apariencia, “cansados de personajes fracasados”, que, sin embargo, hoy estremecen con su vigencia.
En la pieza, Daniel es relojero, Irene ama de casa. Los hijos, cada uno a su manera, reniegan de aquello que el destino quiere indicarles: Andrés se ve forzado a sostener la tradición familiar y se enfrenta con Lito, quien estudia una carrera universitaria y pareciera estar dispuesto a todo con tal de triunfar. En el medio, Nené, confusa, reparte su tiempo entre el estudio del piano y la búsqueda incesante de un futuro en apariencia mejor, aunque ese futuro se vuelva ilusorio y traidor.
En primera instancia, con un plantel de actoral que crecerá notablemente con el correr de las funciones, es atractivo para el espectador rosarino ver en escena actores con edades similares a las de los personajes: tres generaciones de artistas locales se vinculan aquí a través de una morfología común, de una estética y un registro de actuación unívoco que encontró el director, en particular para no perder el tono costumbrista en las escenas cuyos textos abrevan en un sentido más poético. Y esto es posible gracias a la creación de una Comedia Municipal que, claramente, pone en valor y democratiza la tarea de los teatristas locales.
Más allá de la fuerte presencia de Norberto Gallina como Daniel y de los atractivos contrapuntos que consigue el plantel joven en algunos pasajes, el mayor logro de esta versión está en el estupendo trabajo que lleva adelante el redescubierto Christian Valci, un actor de vasta experiencia en la comedia brillante que aquí encontró un lugar donde poder desplegar su experiencia, dotando al gris Bautista de un colorido que subyace a la lógica del personaje, alcanzando, junto con Gallina, algunos de los mejores momentos del montaje.
Desde la propuesta escenográfica, algo barroca, quizás demasiado profusa pero de gran belleza, Rodrigo Frías abreva en la idea de “cuento”, a instancias de un espacio escénico único que se articula y vincula entre sí , y que, al mismo tiempo, impone el carácter de cada una de las escenas, en otro acertado planteo de puesta de Saggini que sabiamente equilibra cuadros y transiciones (el montaje comprende cuatro escenas con un entreacto) para mantener tensión y simetría en el espacio escénico a lo largo de toda la propuesta.
Del mismo modo, aparece en la puesta en escena un sugestivo universo sonoro: aquello que se vislumbra como dato musical, se proyecta en la bella partitura creada especialmente por Martín Delgado (San Telmo Lounge), que independientemente de cierta modernidad se acopla de manera precisa con las instancias dramáticas que impone el texto. De igual modo, una vez más, Ramiro Sorrequieta concreta un vestuario y maquillaje a la altura de las circunstancias, apelando a una paleta de colores que dialoga con la escenografía y que se completa con el acertado diseño lumínico creado por Gabriel Romanelli.
De todos modos, el mayor logro de este trabajo se revela en la mirada de Saggini, conocedor de la obra de Discépolo (se recuerda su versión de El Órganito), un hombre de experiencia en el teatro de repertorio clásico que corrió un alto riesgo y salió airoso a la hora de cargarse la dirección de este primer montaje de la Comedia Municipal Norberto Campos.
Por lo demás, la profundidad poética de un texto que pareciera resistir con holgura el paso del tiempo, y un marcado tono de homenaje a un teatro que se resiste a partir de los escenarios buscando ocupar el lugar que le corresponde por derecho ganado, hace la gran diferencia en esta historia contada entre un invierno gris y una primavera cuyo brillo y magnificencia se tiñen de tragedia.