Que la curiosidad conceda paso a la reflexión. Por eso, estimado lector, no pregunte quiénes fueron estas dos personas, amigas entrañables desde la niñez, que en vísperas de sus pascuas se intercambiaron dos cartas que quedaron en el corazón de ellas y de sus familias. Digo “en vísperas de sus pascuas” porque los dos eran creyentes, sólo que uno era judío, sefaradí; el otro cristiano católico.
Aquel año, como en éste, las fechas de pascuas de uno y otro pueblo coincidían como nunca. Fue en una tarde de viernes, antes de que apareciera la primera estrella en el cielo, cuando Aarón se sentó en el escritorio de su departamento, en un barrio de Toulouse, Francia, y comenzó su texto en un impecable español: “¡Estoy cansado! Ya sé, mi buen amigo, te dirás: ¡Vaya forma de comenzar una carta, pero ¿es que acaso hay otra manera de expresar la verdad que no sea el de ir directamente al punto? No lo creo. Y el punto, mi buen Alberto, es que estoy cansado. Se aproxima Pesaj, nuestras pascuas, y el cansancio se va poblando de tristeza. Muchas veces, querido amigo, hemos hablado, saltando las pequeñas diferencias religiosas que tenemos, en el marco del amor y del respeto sobre el significado del Pesaj. Siempre recuerdo aquella tarde en nuestra juventud, cuando me dijiste que Pesaj era un pasaje, un pasaje de la esclavitud a la liberación, un pasaje de la pena a la dicha. Yo ortodoxo, como de costumbre, me aferré más a lo literal y te dije que en realidad Pesaj significaba que D-os (y ya sabes que lo escribo sin la vocal en razón de nuestro precepto) “pasó las casas de los hijos de Israel en Egipto”. Es decir, la divinidad, en aquel remoto tiempo, nos amparó, nos protegió del mal que había de infringir a los egipcios en razón de la negativa a darnos la libertad. No hubo dolor en nuestros hogares, porque Él pasó. Hoy, cuando también el tiempo pasó, me acomodo mejor a tu idea de Pesaj, y pienso que, en efecto, Pesaj es también el pasaje por el desierto hasta llegar a la Tierra Prometida. En estos días de la Francia ocupada, en estos días de grandes soledades para mí, de profundas tristezas y de lágrimas, me siento en el desierto. ¡Ay, amigo mío! Hace un tiempo, al recordarte, he podido comprender tu pena y tu vacío de aquella infancia de orfandad. Recién ahora entiendo tus pueriles palabras, pero llenas de sensibilidad y de verdad: “¡Vos no sabés lo que es llorar sólo por las noches!”
Ahora, en esta inmensa noche en la que ha caído mi alma hasta quedar en “carne viva”, comprendo tus palabras. Sarah, como sabes, ha muerto hace unos meses de un ataque cardíaco. A veces pienso, y tal vez peco al hacerlo, que fue mejor así, porque de estar entre nosotros hubiera sufrido el inigualable dolor de ver a su hijo desaparecido. Esta soledad me está calando no ya hasta los huesos, querido Alberto, sino hasta el alma, como dije.
Bien sé que puedes comprender por qué resisto. ¿No hace falta que te lo manifieste verdad? Pero de todas formas lo diré: porque aun cuando estoy en el desierto de la vida, lleno de soledad y de pena, confío en que mi hijo finalmente retornará a casa. Confío en que este régimen caerá sin que logre maltratarnos más y que un día una nueva familia, construida por la sangre de mi sangre, me acogerá en un nuevo hogar. Confío en eso que ustedes llaman las tres virtudes teologales. Porque, mi buen amigo, he perdido muchas cosas, pero no la fe, la esperanza y el amor. Me despido porque anochece en este viernes, pero no cierro esta epístola sin invitarte a que ores, en estas Pascuas nuestras, por la paz del mundo y nuestra paz interior. Tu amigo de siempre Aarón. PD: lloro al pensar que mi buen Daniel no podrá beber el vino del seder de Pesaj”.