“Hay que ver lo que falta”, resume Marta, vecina de Salta 2141, allí donde hace casi seis meses había un edificio y hoy es un baldío tapado por chapas. Allí donde el pasado 6 de agosto una explosión se cobró 22 víctimas fatales y la larga tarea de remoción de escombros dio al fin lugar a la apertura de la calle. A las 7.40 de ayer, Paloma y María Luisa, inspectoras de tránsito, corrieron las vallas para que un taxi y un auto particular fueran los primeros en circular por la cuadra. Era inevitable para los transeúntes, vecinos, pasajeros de colectivos y automovilistas girar sus cabezas en busca de ausencia, de ese morbo inevitable. Una mujer mayor viene de hacer las compras y se hace la señal de la cruz al pasar por el lugar. En la vereda, solo, estoico, como un obelisco de vida, está de pie el jacarandá que soportó la enorme lengua de fuego de aquella mañana fatídica; el árbol, increíblemente, muestra sus brotes verdes: “Es la vida que sigue”, dice Fernanda que salió con su bebé en brazos, Mateo, que estaba en la panza de su madre cuando el zumbido ensordecedor del escape de gas avisaba de la catástrofe.
Si bien la apertura de la calle en Salta y Oroño estaba programada para las 8 con la presencia de autoridades, ocurrió 20 minutos antes. Las cámaras de los noticieros y los movileros radiales abordaban a los funcionarios Gustavo Leone, a cargo de la Secretaría de Estado del Hábitat de la provincia, y Pablo Seghezzo, secretario de Control y Convivencia de la ciudad, con declaraciones de ocasión. Cuando éstos se retiraron, tuvo lugar la emoción e indignación con la que cargan los familiares de las víctimas. Así, pasadas las 9, Eleonora López, hermana de Carlos, colocó una gran pancarta con las fotos de las 22 víctimas: “22 vidas inocentes se apagaron. Justicia”. También las pintadas son contundentes sobre las chapas: “Salta 2141 No perdona ni olvida. Justicia”. Además “Salta 2127 Ciudadanos Olvidados”.
Una mujer mayor se abanica con la foto de Maxi Fornarese; Alejandra, sobrina de Beatriz López, –la mujer que falleció dos meses después por las heridas que jamás curaron y se convirtiera en la víctima 22– dice indignada que “lo peor de todo es que todo sigue igual que hace seis meses”. Y da la lista: “Las válvulas de corte brillan por su ausencia, los responsables de Litoral Gas siguen en sus cargos, todo es muy indignante para nosotros”.
Enfrente, sobre los chapas de una obra, allegados escriben en aerosol amarillo “Fuera Litoral Gas de Rosario, Conrado Bianchi, Ricardo Fraga, José María González”. “Estos tipos siguen en sus cargos como si nada”, apunta también Eleonora, quien esperaba otro tipo de apertura de la calle: “Parece como que nada hubiera ocurrido, parece que se quieren olvidar. No vino ninguna autoridad de peso a dar la cara”, censuró.
También se suma Anahí Salvatore, cuya foto esperando ser rescatada del 4º piso recorrió los portales del mundo como “la mujer de la ventana”. Se abraza con sus ex vecinos y dice con los ojos húmedos: “Hay emociones encontradas, este espacio vacío provoca mucho dolor, ahora estamos unidos para pedir justicia, esto debe servir para algo, aprender para que no vuelva a pasar”. Dentro del predio vacío, los obreros siguen trabajando, en el paredón que comunicaba con el supermercado La Gallega se están terminando las últimas hiladas de ladrillos.
El arquitecto Daniel Luft, de la Secretaria de Estado del Hábitat, llegó tres días después de la explosión para evaluar el estado de los edificios linderos y donde “fue la primera vez que se trabajó en la demolición de edificios entre medianeras”. En los más de cinco meses que llevó despejar el lugar, hubo momentos donde trabajaron entre 60 y 90 personas. “Había que coordinar las tareas porque en un momento entraban los plomeros, en otro, la gente de la grúa. Siempre se trabajó con mucho respeto: es muy común en las obras, escuchar música. Los obreros tienen sus gustos y a nadie se le ocurrió prender un celular para escuchar cumbia, por ejemplo, y eso que no hubo ninguna orden al respecto. La gente sola se ubicó y lo que hubo fue mucho respeto, lo único que se escuchaba era el ruido de las máquinas trabajando. Nos bancamos cuatro golpes de calor, cargando termos con hielo y lo subíamos con la pluma para estar hidratados”, agregó Luft.
Más de 160 camiones con escombros y losas salieron del lugar, algunos con destinos a los clubes de río, y la granza más fina a las empresas que se la llevaron a cambio de colocar volquetes. “Mucho de estos escombros quedaron para rellenar el subsuelo, donde incluso quedaron dos autos allí. Para mí el símbolo que dejó todo este trabajo es ese árbol, –por el jacarandá que está frente a lo que fue el ingreso del edificio– que se bancó el fuego, la demolición, los camiones… Y mirá como está brotando”, finalizó el arquitecto.
Entre el homenaje y la tentación del juego
“La chapa 382 de un auto fue el primero que pasó junto a un taxi”, dice una inspectora de tránsito, quinielera de alma. Nada más y nada menos que “la pelea”, es el equivalente en los sueños. A su lado, muy emocionada, su colega Paloma trata de disimular el momento desubicado de la compañera: “Yo estuve desde el primer día en esta esquina –Salta y Oroño–. Acá hubo mucho dolor. Los prim eros días cuando los familiares venían en busca de pertenencias y se quedaban llorando junto a un volquete, una también se fue quedando con ese dolor, la verdad que me partía al medio. Ser personal de calle hace que también sirva para contener, escuchar y dar un abrazo cuando era oportuno. Servíamos de contención, la calle te enseña bastante”, señala la mujer bajo la sombra de un árbol cargado de grullas que cuelgan hace meses en homenaje a las 22 víctimas.