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Doscientos años de historia en la mesa de los argentinos

En homenaje al Bicentenario, reeditan libro que recorre el devenir nacional desde la perspectiva culinaria.

En el libro “Los sabores de la Patria” Víctor Ego Ducrot recorre las peculiaridades de la cocina argentina entre los siglos XIX y XX, que le sirven para repasar la construcción de un país, siempre vertiginosa y cambiante.

La reedición del grupo Norma, ampliada y corregida con motivo de celebrarse en mayo próximo el Bicentenario de Argentina, reúne recetas y anécdotas culinarias que van desde la Perichona, la amante francesa de Santiago Liniers, pasando por el rosismo y la inmigración hasta el recetario de Eva Duarte de Perón.

En esas notas de cocina Ducrot mixtura los sabores tradicionales y autóctonos de la política, la economía, la vida privada y el amor en un país que va formando una identidad y cultura diversa y a veces contradictoria.

El asado y las empanadas por supuesto que son platos argentinos, “no porque sean comidas que se concibieron y produjeron por vez primera en el país, sino porque generaciones enteras de argentinos construyeron el consenso de que se trata de platos y sabores propios”, es la afirmación con la que Ducrot abre la nueva edición.

Ducrot incluye un postfacio con un puñado de recetas de diversas épocas y territorios del país, tomadas de viejos libros de cocina y cartas donde las sugerencias se cruzaban con intimidades y confesiones.

Así, papas al gratén, rellenas o a la normanda se suman a la cazuela de frutos de mar, los membrillos a la humita, la hoya podrida o puchero al que se rendía el encorsetado Saavedra o las perdices al escabeche, plato preferido del revolucionario French.

Sus crónicas comienzan con la mala cocina de la Buenos Aires de 1806, donde no llegaba la variedad frutihortícola y ganadera del litoral, para alegría de Mariquita Sánchez de Thompson quien, ironizaba, con los precarios menús de carnes recocidas, ollas podridas o pucheros y huevos con tocino los invasores ingleses pagaban sus culpas. 

El gran equívoco que significó la historia de América vinculada a Europa desde un principio –cuando Colón pretendió acceder a la pimienta, la canela y otras delicadezas “exóticas” de Oriente por una nueva ruta marítima– tuvo su consecuencia en el intercambio gastronómico y los hábitos del comer en ambos mundos.

“El primer sigilo de América dominada se trazó sobre una mesa tendida. Cuando Colón y sus hombres fueron recibidos por indios caribes con agua fresca, frutas y productos de mar y llenaban sus barrigas en nombre de la amistad, trazaban sus primeros planes para hacer que esos salvajes sirvan para algo”, cuenta Ducrot.

Intrigas, amoríos y asesinatos en la alta sociedad porteña se suceden entre cocciones y tamices, como el de Mariano Moreno a manos de saavedristas.

Es durante el caluroso enero de 1811 que su esposa y eximia repostera doña María Guadalupe Cuenca –su marido ya estaba embarcado en la nave “Fama”– se entera de que va a ser viuda, si ya no lo es, al abrir un paquete que le acerca un desconocido a su casa con un juego de guantes, abanico y velo de luto.

En las vicisitudes de un país que se impuso en las mesas con pampa y puerto, contrabandistas y terratenientes, vacas, cuero y más tarde frigoríficos, Ducrot encuentra una sociedad que deja fuera de su gastronomía su embelezo por el iluminismo de Voltaire.

La variada oferta de pescado fresco y salado –lisas y pejerreyes del Río de La Plata, surubíes y sábalos del Paraná–; aceitunas mendocinas y mermeladas de Córdoba; no fue alcanzada por las ideas de los hombres de Mayo y sus herederos de la generación del 37, enfrentados al rosismo.

La cultura del comer de ese entonces quedó fuera de la nueva retórica y la nueva erótica de la Revolución Francesa, y Ducrot encuentra su correlato en los costillares y asadores de la “Santa Federación”.

Una realidad que hizo su giro con los restaurantes, hoteles y helados con que medió el siglo XIX, los aperitivos de principios del 1900, y suena lejana con las pizzas de lo que este autor define como “la primera globalización” y las innovaciones culinarias de las grandes inmigraciones previas al peronismo.

Pasando por la “Evita cocinera” del asado urbano, a los abuelos del fast-food en los 60 y las recetas del Che, Ducrot finaliza su recorrido histórico con el modelo neoliberal de la culinaria basura y un “¡Buen provecho!” para quienes saben que en cuanto a nuevos sabores no existen recetas.

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