En ocasión de referirnos al Plan Progresar que sorpresivamente fue puesto en marcha por el gobierno nacional en enero pasado, expresábamos nuestra preocupación acerca de lo inconducente que resulta abordar problemáticas complejas con soluciones simples o, podríamos decir también, atacar las consecuencias sin entender ni accionar sobre las causas.
Recientemente, en su discurso ante la Asamblea Legislativa, la presidenta recurrió una vez más a la simplificación y arremetió contra los maestros por sus inasistencias. Complace de este modo el oído de una sociedad que, aunque solidaria con las luchas docentes, no soporta más la situación de abandono educativo al que se ven sometidos sus hijos. Pero el supuesto de que una medida administrativa como la incorporación al salario del ítem “presentismo” resolverá el problema es una nueva demostración de la superficialidad con que se aborda un tema que, por real y masivo, debería, cuanto menos, estudiarse con seriedad.
El problema es cómo mejorar la educación. De allí entonces la preocupación por el docente y su tarea. En ese orden, deberíamos analizar, por ejemplo, la razón por la que en treinta años de democracia y diez del actual gobierno, no se ha logrado una política de Estado que permita a los trabajadores sentirse parte de la gran tarea de hacer efectivos los derechos ciudadanos. Por el contrario, la ausencia de los maestros en las aulas es una muestra de la distancia existente entre quienes conducen las políticas y quienes deberían ser sus mejores aliados para llevarlas a la práctica.
A esta altura, ese punto es una cuestión de Estado. Y quienes están a cargo del gobierno deben explicitar su proyecto para resolverlo. Esto no exime a nadie de responsabilidad, ni habilita a la arbitrariedad. Sólo asigna mayor obligación a quien detenta mayor poder.
Cuando la presidenta hace referencia al aumento de los aportes destinados a educación, no dice que el grueso del financiamiento del sistema recae sobre las arcas provinciales. No es con presupuesto nacional que funcionan las escuelas. Aun así y con toda una década de ingresos excepcionales y liderazgo político indiscutible, el kirchnerismo no tuvo voluntad o capacidad para realizar los cambios estructurales que cimentaran una educación diferente. Lo que incluye sin dudas, un maestro bien pago y que disfrute lo que hace. Para ello, hubiera necesitado un verdadero proyecto nacional que ofreciera esperanza de futuro; garantizara el respeto por la institucionalidad y abandonara el paradigma economicista y tecnocrático que instaló el menemismo.
El proyecto nacional es la base de todo proyecto educativo. Es el que señala la utopía colectiva y el rol de la escuela en esa construcción de futuro. La denominada ley Sarmiento, la 1420, reposaba sobre un liderazgo político que construía sociedad e instituciones modernas bajo una misma bandera y con un sueño de progreso y convivencia en la diversidad. La educación era una gran herramienta, pero el Estado y la sociedad en su conjunto sostenían el proyecto y fortalecían a la escuela.
No menos importante es la institucionalidad. Para que el hecho educativo tenga lugar, es indispensable la organización social, el respeto por los roles y el cumplimiento de las normas. La ejemplaridad del rol político garantizando ese marco permea a todos los rincones de la sociedad señalando modos y formas de hacer. Por eso es necesario comenzar a hablar, no sin dolor, del modo en que el destrato, el clientelismo y la corrupción debilitan a la educación argentina.
El tercer aspecto del proyecto nacional que no fue, se relaciona con los valores que este proyecto ofrece al hecho educativo. Educar es brindar a niños y jóvenes elementos para pensar por sí mismos. Educar exige incorporarlos a la cultura. Pero, no a cualquiera, no a la cultura del pensamiento único y las múltiples violencias; no a la cultura del lujo, la ostentación y la banalidad como ideal social; no a la que produce un escaso acceso a los bienes simbólicos.
Pensemos entonces: ¿Con qué utopías, marcos filosóficos y estrategias se forman los docentes y las instituciones para reconstruir la cultura que desde el imaginario colectivo se le reclama a la escuela? ¿Qué trabajo se ha desarrollado desde la política educativa para desandar tantos años de tensiones en los que maestros y Estado se han transformado en adversarios permanentes? ¿De quién es la responsabilidad de brindar las condiciones materiales y simbólicas para que cada trabajador sienta que, además de a su sustento, está aportando a la construcción del presente y del futuro del país? ¿Quién está trabajando en cargar nuevamente de sentido la tarea de educar?
Estos interrogantes nos ayudan a visualizar la complejidad del hecho educativo y la enorme responsabilidad del gobierno en su conjunto a la hora de pensar la política. Una verdadera reforma de la educación va más allá de los cambios curriculares nada innovadores y manifiestamente tecnocráticos que se ofrecen. Reformar la Educación es reformar el pensamiento y las instituciones, nos dice Edgar Morín. Eso seguramente hubiera generado discusiones y crujidos de añosos esquemas, pero hubiera puesto a todos a pensar.
Esta es la tarea épica pendiente para recuperar la educación argentina. Ella sólo será realizable por quienes entienden que todo trabajador es un ser humano capaz de brillar y superarse cuando encuentra la pasión de hacer, cuando descubre la perspectiva histórica de su hacer y cuando siente que no está solo en ello. ¡Qué bueno hubiera sido que la exagerada épica gubernamental de estos años se hubiera aplicado a la convivencia social y a reentusiasmar a los argentinos!
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