La prédica del cuerpo propio, el relato agobiante de un cuento oscuro y triste, el vacío que deja aquello que ya se ha perdido para siempre pero que en el recuerdo permanece inmanente y latiendo, aunque quizás se trate sólo de un sueño.
Un mundo pequeño se pinta ante los ojos del espectador; claramente, se trata de un pequeño universo poético, con algo de onírico, la consecuencia de un deseo que estuvo ligado con buscar y encontrar las formas necesarias como para hablar de algo incómodo, funesto, triste; cómo podría entenderse
el hecho de poner en escena a la muerte.
Lejos de cualquier estado de complacencia, el extraordinario titiritero rosarino Rubén Orsini, luego de su consagración ante el público porteño del año pasado, estrenó en Rosario Ausencia (se presenta sólo los jueves de abril), acaso su espectáculo más complejo en relación con un orden temático
que, en sus comienzos, a mediados de los años 90, unía a los personajes por su situación contextual, algo que aquí no pasa.
Con cuatro años de gestación, Ausencia es un espectáculo que elige transitar un camino que se asoma todo el tiempo a las cornisas, en una especie de ejercicio a través del cual Orsini se abisma en sí mismo y en sus criaturas, más que en cualquier otro de sus trabajos, criaturas surgidas como “apéndices” de su propio cuerpo que hacen honor a un lógica presente en la obra del autor, que sostiene que los objetos son sensibles a las energías,
que las marionetas y los objetos se mueven según la energía que perciben y que van como siguiendo ese “guión corporal” que se convierte en el territorio que Orsini mejor transita.
El titiritero, con el rostro casi ausente a la vista del espectador, llega para contar una historia. Un pequeño féretro-baúl-cajón de viaje (en todos los casos, con un significado parecido) es el destinatario de una ofrenda que aportará un poco de color al sepia agrisado que será una marca a lo largo de todo el relato.
Más allá de que la búsqueda de una temática más terrenal pareciera querer forzar el lenguaje y las acciones que llevan a Orsini a poner en escena cada uno de sus personajes, todos de una belleza extrema, hay aquí un mundo ensoñado, que le es propio a su poética, que se filtra en un devenir de
nacimientos y muertes que parecieran sucederse o volver a contarse una y otra vez, a través de un simbólico cordón umbilical. De hecho, la “ausencia” a la que alude el título es una referencia de aquello que ya no está: la pérdida, ese último latido es aquí tan vital como el primero, en un juego de personajes que, como pocas veces pasa en el teatro con objetos, logran tal nivel de perturbación que llegan a abordar una cierta “autonomía”
que sumerge al espectador en un estado de estupor en el que, pareciera, las marionetas intentaran revelarse frente a eso que inexorablemente
está por venir.
Cómplice con sus enormes títeres, a mitad de camino entre los viejos de guante y las marionetas más contemporáneas, Orsini radicaliza su discurso, al punto de enfrentarse con esas criaturas que el mismo ha creado, y que, como gran paradoja de su producción artística, del mismo modo que alguna
vez les dio vida, decide ofrecerles un destino final.
Así, doloroso, sensible, frente a un público silente y azorado por ver a la muerte tan de cerca (quizás porque en algún punto es inevitable revivir algún dolor propio), el espectáculo dura apenas 45 minutos, los suficientes como para entender que la vida es eso, un frenesí, un instante irrepetible, el aquí
y ahora y nada más.
¿Qué es la vida? ¿Dónde está la belleza? ¿Existe el final como único destino? Todas preguntas existenciales que buscan respuestas en este nuevo trabajo de Orsini donde no sólo se vuelve a confirmar como uno de los más dotados manipuladores de objetos por su “primitiva” sutileza y su inagotable batería de recursos, sino también jugado a un compromiso actoral quizás ausente en sus trabajos anteriores, que lo obliga, desde
la más absoluta literalidad, a “actuar” en complicidad con esos personajes a los que les dio “vida” con esos objetos que encontró o se le cruzaron por el camino y que llevan a preguntarse, incansablemente, quién moviliza a quién, cuánto de eso que se ve es previsible y cuánto queda librado a un
azar irremediable.
Algo apocalíptico, algo del final de los finales, algo de eso que se tenía pero que ya no está, forman parte de este breve y provocador compendio acerca de la muerte, otra cita imperdible con un creador corrido de la media, que sostiene y confirma: “Ellos soy yo, no hay nadie más, yo soy todas esas cosas que no están más”.